Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 25 de julio de 2007
En mi anterior colaboración me referí a la llamada “cultura de la vida”, defendida por el Vaticano y la Iglesia católica, tachándola de “tramposa”. Explico mi uso del adjetivo.
La primera trampa se basa en una lógica deficiente, pero usual. Si la ideología vaticana es “cultura de la vida”, parece que quien se oponga a ella defiende lo opuesto, la “cultura de la muerte”. Por supuesto, no existe tal cosa, y lógicamente no tiene sentido (oponerse a un extremo no es defender el extremo contrario: combatir la gordura no es promover la anorexia). Pero el truco funciona: hace pensar que defender la libertad de cada ciudadano para decidir sobre su propio cuerpo es inmoral.
El papa Juan Pablo II es claro: describe la “cultura de la vida” como “la defensa de la vida humana” y aclara, en su encíclica Evangelium vitae, que no sólo prohíbe el asesinato, según el quinto mandamiento, sino que condena la anticoncepción (y la “mentalidad anticonceptiva”), el “delito abominable del aborto”, el “drama de la eutanasia” y el “acto gravemente inmoral” del suicidio (entrecomillo citas textuales). Pero Wojtyla va más allá. “Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano… La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más… a realizar estos actos contra la persona”, advierte, y se preocupa de que “amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual”. Tramposamente, la “cultura de muerte” se define para que incluya técnicas de manipulación biomédica como clonación terapéutica, investigación con células madre e ingeniería genética, que ofrecen el potencial, cada vez más real, de salvar vidas humanas y evitar mucho sufrimiento.
Por desgracia el Vaticano, en aras de combatir un relativismo “nefasto” y defender dogmas, prefiere reducir lo que debería ser un amplio y profundo debate, en el que es inevitable reconocer que no hay absolutos y que habrá que asumir ciertos riesgos y costos en aras de un bien mayor, a una simple dicotomía entre “bueno” y “malo”. Esto, en mi opinión, es pensamiento tramposo. Necesariamente se opone a la visión científica del mundo, que nos ha proporcionado tantos beneficios amplios y concretos.
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