miércoles, 28 de noviembre de 2012

¿50 sombras científicas?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de noviembre de 2012

Confieso que acabo de terminar de leer la novela 50 sombras de Grey (en su versión en inglés, 50 shades of Grey). Como literatura es mala; como literatura erótica, muy mediocre. No pierda su tiempo.

La mención viene al caso porque, estableciendo la comparación con esta chatarra literaria, el neurólogo estadounidense Douglas Fields publicó recientemente, en su blog del sitio de noticias The Huffington Post, un polémico texto donde alerta de la “chatarrización” de las revistas científicas académicas.

Isaac Asimov resumía el llamado “método científico” en cuatro pasos: obtener datos (por experimentación u observación), organizarlos, proponer explicaciones, y comunicar el conocimiento obtenido. Nunca se hace suficiente énfasis en lo central que es para la ciencia comunicar sus resultados. No basta con investigar: es hasta que las conclusiones a que se llega son hechas públicas para ser discutidas y evaluadas por los colegas que se puede hablar de ciencia legítima.

El proceso de “revisión por pares” o colegas (peer review) ha sido desde hace siglos el principal mecanismo de control de calidad en ciencia. Tradicionalmente consiste en que el investigador redacta un artículo técnico, bajo ciertas normas bien conocidas, donde explica qué hizo y qué resultados y conclusiones obtuvo. Este manuscrito se envía a alguna publicación donde trabajan editores expertos en ciencia que lo evalúan primeramente para ver si se trata de un trabajo importante y bien hecho, y luego lo envían anónimamente a varios árbitros especialistas en el campo, quienes pueden aprobarlo, sugerir cambios o rechazarlo. El artículo sólo se publica si pasa este filtro de calidad.

Tradicionalmente las revistas científicas se mantenían vendiendo suscripciones, que eran pagadas por científicos individuales o por instituciones. Fields advierte de dos cambios que amenazan este sistema: la publicación electrónica, que hecho casi incosteables las revistas de papel, y las nuevas políticas del gobierno de los Estados Unidos que obligan a los investigadores que reciben fondos públicos a poner sus artículos gratuitamente a disposición de todos.

Como esto ha encarecido el costo de las revistas publicadas por editores tradicionales –quienes son vistos como abusivos y aprovechados al beneficiarse de un trabajo hecho principalmente con fondos públicos–, han surgido múltiples revistas de “acceso libre” (open access), que pueden leerse gratuitamente, lo cual promueve una mayor libertad y apertura en la comunicación de los resultados científicos (y combate la excesiva centralización y control ejercida por ciertos consorcios editoriales, que se han ido convirtiendo en verdaderos monopolios).

El problema, afirma Fields, es que esto va en detrimento de la calidad. Las revistas tradicionales, además de garantizar una revisión por pares rigurosa y una edición profesional y cuidada –que incluye la revisión de estilo, la formación y composición tipográfica, el diseño de figuras y muchos otros detalles, trabajo que cada vez se valora menos en esta era de “autopublicación electrónica”–, promueven la calidad al someter al escrutinio de sus suscriptores –especialistas científicos­– la calidad de sus artículos. La revista que publicaba investigaciones de calidad adquiría prestigio y más lectores… y consecuentemente, suscriptores.

Las revistas de acceso libre, en cambio, al ser de lectura gratuita, tienen que sobrevivir cobrando jugosamente (“de mil a 3 mil dólares por artículo”, según Fields) a los autores por publicar en ellas. Lo cual se paga, normalmente, con fondos públicos: el costo de publicar se suma al costo mismo de la investigación. De este modo, el estado paga por realizar la investigación y paga por publicarla. Fields argumenta que esto, junto con la obligación del gobierno de EU para publicar gratuitamente (que afecta a múltiples investigaciones extranjeras en que hay colaboración estadounidense), está logrando que las revistas se concentren en publicar más artículos, en vez de sólo los mejores. Igual que esas revistas “literarias” en que los autores pagan por ser publicados, o como ocurre con los blogs y redes sociales, o con la literatura chatarra: en ausencia de un mecanismo editorial de control de calidad, lo que sobrevive no es lo mejor, sino lo que más “vende”.

(Fields señala otros problemas, como el surgimiento como hongos de revistas de muy dudosa calidad que sólo sirven para publicar, sin el menor control y aunque nadie las lea; la tendencia a sustituir la revisión por pares anónima por la revisión abierta en redes sociales, que tiende a ser menos rigurosa, o la creciente dificultad de que las editoriales serias decidan abrir nuevas revistas con un mecanismo riguroso de control de calidad, debido al excesivo costo y demanda decreciente que están teniendo en la actual situación, lo cual dificulta el desarrollo de áreas nuevas de la ciencia.)

El darwinismo en la naturaleza garantiza la supervivencia, pero uno de los logros de la especie humana es trascenderlo para buscar fines más elevados, como la calidad artística y literaria. Lo mismo ocurre en ciencia. ¿Nos inundará la publicación abierta y masiva con “ciencia chatarra”? Esperemos que no.

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miércoles, 21 de noviembre de 2012

Ética científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de noviembre de 2012

Un drama en cinco actos y una moraleja.

Primer acto: dos investigadores del Instituto de Biotecnología de la UNAM, Alejandra Bravo y Mario Soberón, alteran imágenes de resultados experimentales en varios artículos que publican en revistas científicas internacionales.

Segundo acto: por diversos caminos –colaboradores de su equipo, investigadores de otros países que no logran reproducir sus resultados, un equipo de expertos canadienses que cuestionó los resultados de Bravo y Soberón porque “no se sostenían”–, el engaño queda al descubierto.

Tercer acto: El Consejo Interno del Instituto, y su director, Carlos Arias, toman cartas en el asunto. Se forma una “comisión externa” con expertos de otras instituciones (Instituto Nacional de la Nutrición, Facultad de Química de la UNAM, Laboratorio Nacional de Genómica para la Biodiversidad del IPN), que encuentra manipulación de datos en 11 artículos del grupo, y en dos casos las considera “inapropiadas y categóricamente reprobables”. La Comisión no recomienda retractar los datos publicados en las revistas científicas –una práctica usual en estos casos– porque considera que las imágenes alteradas “no afectan las evidencias… que sustentan los hallazgos medulares de las 11 publicaciones”. Pero sí juzga que la manipulación de las imágenes es “una práctica injustificada y reprobable que (…) promueve una imagen poco profesional y poco ética de la investigación científica que se realiza en México”. Por ello, se imponen sanciones: que Bravo renuncie a la presidencia de la Comisión de Bioética del Instituto (!!) y Soberón a su puesto de Jefe del Departamento de Microbiología Molecular. Además ella –que aparecía como responsable de la publicación de 10 de los 11 artículos– pierde su puesto como líder académico y queda como investigadora adjunta. Al cabo de este plazo, “De no haber surgido ninguna falta a la ética científica”, podrá solicitar la restitución de su estatus académico. Y a ambos se les prohíbe aceptar nuevos alumnos durante tres años.


Cuarto acto: el acta del Consejo Interno donde se informa todo lo anterior circula entre la comunidad científica (por correo electrónico, con encabezados que van de “sobre la ética en la UNAM” a “científicos cuchareros en la UNAM”). Hay sorpresa, indignación, opiniones de que el castigo debería haber sido más riguroso y que la UNAM debería fijar públicamente una postura firme. Todo ello aderezado por detalles como que Soberón y Chávez Bravo son esposos, que él es hijo de connotado investigador y ex-rector de la UNAM Guillermo Soberón, y que el trabajo que causó todo el escándalo está relacionado con la creación de vegetales transgénicos que incluyen el gen de la proteína Cry de la bacteria Bacillus thuringiensis, que funciona como un insecticida natural que puede permitir reducir el uso de insecticidas artificiales tóxicos en agricultura.

Quinto acto y final: Estalla el escándalo. La prensa –el diario La Jornada, ayer– publica los detalles del caso (que coincide con su bien conocida tendencia anti-transgénicos). En entrevista, el Coordinador de la Investigación Científica de la UNAM, Carlos Arámburo, cuestionado sobre cómo afecta esto el prestigio de la UNAM, declara “Es algo que se tiene que ver con cuidado. Ciertamente, es una llamada de atención para tener un sistema más atento a los productos de la investigación que hacemos. Habría sido deseable que no ocurriera, pero en función de los resultados que se tengan, con la comunicación que se pueda dar a las revistas correspondientes al respecto y si ellos deciden que no hay alteración sustancial de los resultados, será menor la afectación”.

La máxima autoridad del área científica de la UNAM desaprovecha así la oportunidad de aclarar que aunque en ciencia la alteración de datos es inaceptable, el fraude siempre ha existido y existirá, inevitablemente, como en toda actividad humana. Que precisamente por ello la ciencia cuenta con mecanismos de revisión y autocorrección para detectarlo, denunciarlo y corregirlo. Que los investigadores, en una buena decisión en medio de tantos errores, han notificado a las revistas de lo ocurrido, lo cual permitirá remediar, en lo posible, el daño que la difusión de las imágenes alteradas pudiera haber causado. Que lejos de ocultar el caso, el Instituto de Biotecnología y la UNAM actúan dentro del marco de las buenas prácticas científicas al reconocer, analizar y sancionar la falta de ética en la conducta de sus investigadores.

Moraleja: la ciencia, como la democracia, no es perfecta. Pero como en la democracia, sólo la transparencia y el apego a la ética pueden evitar que esa imperfección las envenene. El poder de la ciencia reside en su capacidad de reconocer errores y corregirlos. Más allá de si las sanciones impuestas son o no suficientes, la UNAM actúa como nuestra máxima casa de estudios que busca defender, en palabras de la Comisión, “los valores de excelencia académica y científica de las instituciones de investigación de nuestro país”.

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miércoles, 14 de noviembre de 2012

Credulidad y biología

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de noviembre de 2012

¿Por qué somos tan crédulos los humanos? En el reciente Coloquio Mexicano de Ateísmo el orador estrella, Michael Shermer, gran promotor del escepticismo (es decir, el que combate seudociencias y supercherías y fomenta el pensamiento crítico y científico; los ateos siempre acaban promoviendo el pensamiento científico) presentó sus ideas al respecto.

Shermer parte del hecho bien conocido de que el cerebro humano, como el de muchos animales, es una máquina de detectar patrones. En un mundo donde la supervivencia depende de una buena adaptación al medio, poder detectar y aprender de las regularidades que presenta la naturaleza es una gran ventaja. La sucesión día/noche, las estaciones del año, relacionar ciertos colores o texturas con frutos nutritivos o venenosos, todo ello ayuda a sobrevivir. Incluso el razonamiento inductivo –el generalizar a partir de unos cuantos casos– es, aunque para los filósofos no tenga un sustento lógico, parte de la programación evolutiva de nuestro cerebro.

El problema es que a veces este mecanismo da “falsos positivos”, y entonces comenzamos a ver formas en las nubes, rostros en los objetos (como los faros y la parrilla de un coche) o vírgenes en las manchas de una pared. Este fenómeno, conocido como pareidolia, tiene sentido evolutivo (más vale equivocarse y llevarse un susto porque creímos ver un posible depredador que ser sorprendidos porque no lo detectamos).

Pero, añade Shermer, los humanos vamos más allá y tendemos, naturalmente, a atribuir significado a los patrones que detectamos. Entonces, sin pruebas suficientes, comenzamos a dar por hecho que un patrón (real o no) puede ser una explicación para algo. Esta “patronicidad”, dice Shermer, está relacionada con la creatividad científica: los genios brincan a explicaciones penetrantes antes que sus colegas; pero un exceso puede llevar a errores y hasta alucinaciones (como le ocurrió en la vida real al matemático y premio Nobel de economía John Nash, protagonista de la película Una mente brillante).

Nuestro cerebro tiende, gracias a la evolución, a creer. De hecho, el simple hecho de entender una hipótesis nos predispone a creerla, sea o no cierta. Y cuando comenzamos a atribuir intenciones a las cosas, a pensar que hay un agente detrás de ellas (“agenticidad”, la llama Shermer), simplemente estamos llevando el proceso un paso más allá. Comenzamos a ver planes, propósitos, detrás de las cosas (“todo ocurre por algo”), o bien conspiraciones, y pensamos que son reales. A veces los son. Otras no: más falsos positivos. El camino, concluye Shermer, nos ha llevado como especie, de manera natural, al animismo y la religión.

La ciencia no es más que un refinamiento del sentido común: pero para ello, ha desarrollado herramientas que nos permiten no sólo aprovechar la capacidad del cerebro humano para hallar patrones, sino también mantenerla bajo control, sometiéndola al riguroso escrutinio de la contrastación. No basta con que algo parezca ser así: hay que comprobarlo. He ahí la esencia del método científico.. y del pensamiento crítico, tan necesario en una democracia.

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jueves, 8 de noviembre de 2012

Mandato ciudadano

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de noviembre de 2012


[NOTA: post repetido por problemas con el envío automático por correo electrónico de Feedburner]

Hace un mes hablábamos aquí de la necesidad urgente de contar con una política de Estado en ciencia y tecnología. Y de cómo no basta pedir –incluso exigir– a las autoridades más apoyo a estas áreas, decisivas para el futuro de la nación: también se requiere involucrar a los ciudadanos, a través de la difusión de la cultura científica(apreciación y comprensión públicas de la ciencia, y responsabilidadsocial respecto a ella), para que participen en la construcción de este apoyo.

Recientemente la comunidad científica, con el rector de la UNAM, José Narro, como portavoz, se organizó para formular el documento “Hacia una Agenda Nacional en Ciencia, Tecnología e Innovación”, que han presentado ante diversas instancias: el presidente actual y el electo, las Cámaras de Senadores y de Diputados, la Suprema Corte, la Comisión Nacional de Gobernadores (CONAGO). En todos los casos, fue recibido con beneplácito. Enrique Peña Nieto incluso secomprometió a elevar la inversión en el rubro hasta alcanzar, al final de su sexenio, el 1% del PIB que marca la incumplida Ley de Ciencia y Tecnología.

Pero falta la opinión de los ciudadanos. Por eso hoy se lanza la consulta denominada “Agenda Ciudadana de Ciencia, Tecnología e Innovación”. Se trata de un ejercicio en que se invita a participar a todos los mexicanos. Se proponen 10 “retos” en cuya solución (con miras a 2030) la ciencia y la tecnología pueden ayudar: agua, cambio climático, educación, energía, investigación espacial, ambiente, migración, salud mental y adicciones, salud pública y seguridad alimentaria. Los participantes votarán –por internet y en algunos casos en casillas– para decidir cuáles de entre ellos son los que los mexicanos consideramos más importantes.

Los resultados de la consulta se entregarán, junto con información adicional contenida en 10 libros elaborados específicamente, a gobernantes, funcionarios y tomadores de decisiones: presidente, legisladores, gobernadores y sociedad en general. La idea es comenzar a construir un verdadero mandato ciudadano sobre ciencia y tecnología.

La consulta de esta Agenda Ciudadana –en la que participan instituciones como la UNAM (a través de su Dirección General de Divulgación de la Ciencia, DGDC) el Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV), la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT), el Instituto de Ciencia y Tecnología del Distrito Federal (ICyT-DF), la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), el Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, la Red Nacional de Consejos y Organismos Estatales de Ciencia y Tecnología, la Asociación Mexicana de Museos y Centros de Ciencia y Tecnología (AMMCyT), la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado, entre otras– es un típico proyecto en que todos ganan. Los ciudadanos, al tener la oportunidad de conocer, interesarse y participar en el rumbo que tomen la ciencia y la tecnología en nuestro país. Los científicos, al promover su propuesta de apoyar (y apoyarnos en) la ciencia. El gobierno, al tener información sobre estos temas y conocer la opinión de la población general. Y el país, pues se abre la oportunidad de caminar hacia el deseado desarrollo científico-técnico-industrial que podrá redundar en un mejor nivel de vida y bienestar para los mexicanos.

Si usted también quiere decir hacia dónde va la ciencia en México, entre a partir de hoy a www.agendaciudadana.mx y ¡participe!

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miércoles, 7 de noviembre de 2012

Mandato ciudadano

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de noviembre de 2012

Hace un mes hablábamos aquí de la necesidad urgente de contar con una política de Estado en ciencia y tecnología. Y de cómo no basta pedir –incluso exigir– a las autoridades más apoyo a estas áreas, decisivas para el futuro de la nación: también se requiere involucrar a los ciudadanos, a través de la difusión de la cultura científica (apreciación y comprensión públicas de la ciencia, y responsabilidad social respecto a ella), para que participen en la construcción de este apoyo.

Recientemente la comunidad científica, con el rector de la UNAM, José Narro, como portavoz, se organizó para formular el documento “Hacia una Agenda Nacional en Ciencia, Tecnología e Innovación”, que han presentado ante diversas instancias: el presidente actual y el electo, las Cámaras de Senadores y de Diputados, la Suprema Corte, la Comisión Nacional de Gobernadores (CONAGO). En todos los casos, fue recibido con beneplácito. Enrique Peña Nieto incluso se comprometió a elevar la inversión en el rubro hasta alcanzar, al final de su sexenio, el 1% del PIB que marca la incumplida Ley de Ciencia y Tecnología.

Pero falta la opinión de los ciudadanos. Por eso hoy se lanza la consulta denominada “Agenda Ciudadana de Ciencia, Tecnología e Innovación”. Se trata de un ejercicio en que se invita a participar a todos los mexicanos. Se proponen 10 “retos” en cuya solución (con miras a 2030) la ciencia y la tecnología pueden ayudar: agua, cambio climático, educación, energía, investigación espacial, ambiente, migración, salud mental y adicciones, salud pública y seguridad alimentaria. Los participantes votarán –por internet y en algunos casos en casillas– para decidir cuáles de entre ellos son los que los mexicanos consideramos más importantes.

Los resultados de la consulta se entregarán, junto con información adicional contenida en 10 libros elaborados específicamente, a gobernantes, funcionarios y tomadores de decisiones: presidente, legisladores, gobernadores y sociedad en general. La idea es comenzar a construir un verdadero mandato ciudadano sobre ciencia y tecnología.

La consulta de esta Agenda Ciudadana –en la que participan instituciones como la UNAM (a través de su Dirección General de Divulgación de la Ciencia, DGDC) el Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV), la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT), el Instituto de Ciencia y Tecnología del Distrito Federal (ICyT-DF), la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), el Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, la Red Nacional de Consejos y Organismos Estatales de Ciencia y Tecnología, la Asociación Mexicana de Museos y Centros de Ciencia y Tecnología (AMMCyT), la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado, entre otras– es un típico proyecto en que todos ganan. Los ciudadanos, al tener la oportunidad de conocer, interesarse y participar en el rumbo que tomen la ciencia y la tecnología en nuestro país. Los científicos, al promover su propuesta de apoyar (y apoyarnos en) la ciencia. El gobierno, al tener información sobre estos temas y conocer la opinión de la población general. Y el país, pues se abre la oportunidad de caminar hacia el deseado desarrollo científico-técnico-industrial que podrá redundar en un mejor nivel de vida y bienestar para los mexicanos.

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miércoles, 31 de octubre de 2012

Ciencia y ateísmo

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de octubre de 2012

Aunque México se defina como un país católico (el porcentaje de creyentes que da la arquidiócesis de México es de 84%), lo cierto es que sólo una porción mucho menor de quienes se identifican como tales practican rigurosamente su religión: basta ver las cifras de divorcios, abortos y hasta de uso de anticonceptivos entre ellos, prácticas todas prohibidas por su iglesia.

En cambio, el número de ateos oscila entre un 2 y un 5 por ciento, según la fuente. La información es confusa, pues mezcla a ateos (que no creen en la existencia de un dios) y agnósticos (que no saben si éste existe o no) con quienes simplemente manifiestan no tener una creencia religiosa.

De cualquier manera, existe una minoría de personas no creyentes en nuestro país –y en todo el mundo– que muchas veces son objeto de prejuicios, discriminación y hasta persecución. Mucha gente cree que una persona, por el mero hecho de no tener creencias religiosas, es poco confiable o incapaz de tener un comportamiento ético (un artículo publicado el pasado 24 de marzo en el periódico El Norte, por ejemplo, afirmaba que “Los problemas de México sin duda se asemejan más a una sociedad atea que cristiana: criminalidad, abortos, drogadicción, trata de personas, promiscuidad sexual, pobreza extrema, etc... La indiferencia religiosa… es sin duda causa fundamental de muchos de los problemas que padecemos”).

Es por eso que han surgido grupos de mexicanos ateos que están organizándose para defender su derecho al libre pensamiento y a la libre expresión de sus opiniones. Curiosamente, muchos de estos “activistas ateos” (entre los que hay variedad y diversidad de opiniones; hay desde quien promueve activamente el ateísmo hasta quien simplemente exige el respeto a esta forma de pensar) tienen también una gran afinidad por el pensamiento crítico, la cultura científica (muchos de ellos son también divulgadores o promotores de la ciencia) y el combate a seudociencias y charlatanerías.

Por eso será interesante participar, el próximo 2 y 3 de noviembre, en el II Coloquio Mexicano de Ateísmo, organizado por Ateos y Librepensadores Mexicanos, A. C. (www.ateosmexicanos.org), donde será posible escuchar a destacadas personalidades del pensamiento escéptico, la defensa del laicismo/ateísmo, y la divulgación científica. Entre ellos Michael Shermer, columnista de la prestigiada Scientific American, editor de la revista Skeptic y autor de libros como Por qué creemos en cosas raras: pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo; Julieta Fierro, astrónoma y divulgadora científica; Marcelino Cereijido, investigador de excelencia y magnífico ensayista; Luis Mochán, físico y luchador contra el uso del fraudulento “detector molecular” GT200 que utilizan la fuerzas armadas de nuestro país, y otros destacados personajes nacionales e internacionales.

Seguramente éste y otros eventos de la comunidad atea provocarán interesantes discusiones y ayudarán a defender el pensamiento crítico y racional ante ideologías religiosas y conservadoras que muchas veces se oponen a los derechos humanos. No nos viene nada mal en este país cuya constitución exige un estado laico. Si se le antoja asistir, allá nos vemos.

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miércoles, 24 de octubre de 2012

500 semanas

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de octubre de 2012

El 8 de mayo de 2003 apareció publicada la primera colaboración de este espacio, con el título de “El príncipe Carlos y la anticiencia en México”.

Desde entonces, la hospitalidad de Milenio Diario me ha permitido compartir con los lectores mi gusto por la ciencia y sus alrededores (aunque frecuentemente me digan que, por mis constantes quejas, críticas y refunfuños varios, la columna debería titularse “La ciencia por disgusto”).

En realidad, la aventura de “La ciencia por gusto” comenzó en 1997, en otro medio, donde perduró hasta el 2000, para luego entrar en una pausa. En el ínter, recopilé varios de los textos en el libro del mismo nombre (Paidós, 2004, recién reimpreso). Puedo decir que compartir el gusto por la ciencia con los lectores, ya sea a través de la columna o de este blog, que la reproduce y amplía es uno de los placeres más constantes que disfruto. Que le paguen a uno por hacer lo que le gusta es la mayor fortuna.

Estoy convencido de que la ciencia y la tecnología son dos de las fuerzas que mueven al mundo actual y determinan quién es rico y quién pobre, quién domina y quién es sojuzgado, quién progresa y quién se estanca, quién disfruta y quién sufre. Sé también que son terriblemente importantes para nuestra supervivencia; bien usadas pueden evitar mucho daño, pero su mal uso puede poner en peligro la estabilidad misma del planeta (o al menos de los seres que lo habitamos).

Pero estoy convencido, también, de que ninguno de esos son los verdaderos valores de la ciencia. Como cualquier científico de corazón que sea honesto consigo mismo, sé que en realidad la ciencia es algo a lo que uno se dedica por placer: ese placer científico, tan parecido a la experiencia estética que nos produce el arte, pero que pasa antes, necesariamente, por la razón. El placer de entender. Un placer, afortunadamente, que puede compartirse.

Es por eso que muchas veces en este espacio –una columna de opinión; para compartir un punto de vista, no para dar datos o explicaciones detalladas (a veces digo que debería presentarme como “comentarista de la ciencia”, no como divulgador)– mis lectores encuentran gustos personales o, al contrario, diatribas contra quienes suplantan, descalifican o deforman a la ciencia.

Espero poder seguir teniendo el privilegio de compartir un poco de cultura científica por otras 500 semanas. Gracias a Milenio, y más que nada gracias a todos ustedes, amables lectores.

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miércoles, 17 de octubre de 2012

Naturalismo y evolución

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de octubre de 2012

Hace unas semanas comentábamos en este espacio las ocasionales escaramuzas entre ciencia y filosofía.

Uno de los campos en donde estas discusiones han estado más activas en el de la evolución. Y quizá la pregunta más frecuente al respecto es si puede descartarse como “no científica” la idea de que podría haber un proyecto detrás del proceso evolutivo. En otras palabras, si la evolución pudiera tener una dirección (por ejemplo hacia una mayor complejidad, o mayor inteligencia, como popularmente se cree), o si el proceso mismo de la evolución pudiera estar dirigido por alguna inteligencia superior, quizá divina (según proponen tanto la iglesia católica como los proponentes del “diseño inteligente”, una forma disfrazada de ese creacionismo cristiano tan popular en los Estados Unidos).

¿Por qué no podría haber un proyecto, un plan inteligente detrás de la evolución, o al menos una tendencia general que le diera dirección? En realidad no es que no pueda haberla: es que, desde un punto de vista científico –y el estudio de la evolución biológica es una rama de la ciencia– no es una hipótesis que se pueda someter a prueba.

La ciencia, desde sus mismos orígenes, ha estado comprometida con una postura filosófica que se conoce como “naturalismo metodológico”. Ha recibido otros nombres, como “materialismo” (pero no sólo la materia forma parte de las explicaciones científicas; también la energía, el espacio, el tiempo, y los fenómenos emergentes no materiales que surgen a partir de ellos, como la vida o la conciencia), o “reduccionismo” (pero no todas las explicaciones son reduccionistas en un sentido eliminativo, es decir, que niegue la existencia de cosas como la vida o el amor para reducirlas, por ejemplo, a simples fenómenos químicos).

Más bien, el naturalismo metodológico de la ciencia quiere decir que ésta se limita estudiar y a proponer explicaciones de fenómenos naturales, dejando fuera de su ámbito de acción todo aquello que pueda calificarse de sobrenatural. ¿Por qué esta limitación? Porque, por definición, lo sobrenatural no sigue reglas: la magia, los milagros o las intervenciones divinas rompen con las regularidades de la naturaleza, que son lo único que la ciencia puede estudiar (además, las explicaciones sobrenaturales involucran entidades no materiales como dioses o espíritus, y la ciencia no cuenta con herramientas para investigarlos).

¿Puede la ciencia probar que no existe lo sobrenatural? No. Pero tiene que actuar bajo la suposición de no existe; de otro modo, se vería paralizada (por eso su naturalismo es “metodológico”, no ontológico: no habla de lo que existe, sino de con qué se puede trabajar).

Hay quienes se inconforman –como el bioquímico y bloguero Larry Moran, ya mencionado aquí– con esta aparente limitación de la ciencia porque consideran, por ejemplo, que la deja imposibilitada para criticar a las religiones (lo cual, creo yo, no es el papel de la ciencia, de todos modos) o vulnerable a las críticas de los filósofos (lo cual, nuevamente en mi opinión, le hace bien de vez en cuando).

Por todo ello, buscar un objetivo o proyecto en fenómenos como la evolución es, en el fondo, desconfiar de la postura naturalista de la ciencia, que forma parte de su esencia.


Par
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miércoles, 10 de octubre de 2012

Ciudadanos y ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de octubre de 2012

Es semana de Nobeles, y uno siempre piensa, ¿cuándo tendremos premiados mexicanos en ciencia, aparte de Mario Molina (que no realizó su trabajo en nuestro país)?

Inmediatamente surge el tema de la falta de una cultura científica que forme parte de la cultura general –o mejor, como ha propuesto Ruy Pérez Tamayo, de la cultura popular– del mexicano. No tarda uno mucho en hablar de educación, y las múltiples carencias de la enseñanza de la ciencia… y de la escuela en general.

Pero tarde o temprano, se llega al problema de fondo: la falta de apoyo, decidido y firme, de gobernantes y tomadores de decisiones –industriales y dueños de medios de comunicación incluidos– para fomentar la investigación científica, el desarrollo tecnológico y su vinculación con la industria –el número de patentes mexicanas por año es infamante– y, en general, para generar un sistema científico-tecnológico-industrial maduro, sólido y pujante.

En otras palabras, hace falta una verdadera política de Estado en ciencia y tecnología.

Desde hace décadas, la comunidad científica ha intentado, con mayor o menor éxito, llamar la atención de las autoridades, señalando la importancia del desarrollo científico y técnico para mejorar el nivel económico y de bienestar del país. Han obtenido algunas respuestas, pero nunca un compromiso suficientemente sólido: la ciencia sigue siendo un artículo de relumbrón para los políticos, digno de aparecer en discursos y hasta en leyes, pero que a la hora de las acciones se queda siempre a medio camino. El ejemplo más elocuente es ese 1% del Producto Interno Bruto que promete –exige– la Ley de Ciencia y Tecnología aprobada en el sexenio Foxista (artículo 9 bis)… y el menos del 0.4% que se invierte realmente.

Hoy nuevamente la comunidad científica ha buscado el contacto con el nuevo presidente electo para hacerle llegar sus exigencias. La respuesta ha sido prometedora: se les escuchó, se nombró a un “coordinador de ciencia, tecnología e innovación” del equipo de transición, e incluso se habló de incrementar en un 0.1% anual la inversión en el ramo, para acercarnos al deseado 1% del PIB.



Pero, a diferencia de lo expresado por mi amigo y colega Horacio Salazar en Milenio hace unos días (29 de septiembre), creo que eso no basta. Si no logramos que sean los ciudadanos quienes estén conscientes de la importancia de la ciencia y la tecnología, y quienes exijan a los gobernantes que las apoyen, difícilmente éstos lo harán, por más que los científicos cabildeen.

En otras palabras, se requiere de un mandato ciudadano, basado en la apreciación y la comprensión públicas de la ciencia, y la participación y responsabilidad ciudadana en las decisiones que se tomen al respecto.

Comenzar a construirlo deber ser una de las tareas urgentes de quienes estamos a favor de la ciencia y la tecnología como bases del desarrollo y el bienestar nacionales.

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miércoles, 3 de octubre de 2012

¡Ciencia vs. filosofía!

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de octubre de 2012

Cada cierto tiempo se desatan pequeñas guerras entre la ciencia y la filosofía. Los representantes de estos dos importantes campo de conocimiento sobre el mundo, se enzarzan en curiosas batallas verbales.

A veces son los científicos los que comienzan, al hacer escandalosas afirmaciones públicas. Por ejemplo, cuando el famoso físico Stephen Hawking, junto con Leonard Mlodinow, afirmó al principio de en su libro El gran diseño (Crítica, 2010) que “la filosofía ha muerto”, porque “no se ha mantenido al paso de los desarrollos de la ciencia moderna, especialmente la física”, por lo que “los científicos se han convertido en los modernos portadores de la antorcha del conocimiento”.

Por supuesto, los filósofos también atacan, declarando que la ciencia es sólo un “constructo sociocultural”, sin mayor validez que cualquier método adivinatorio. Y cuestionan sus pretensiones de validez, objetividad y de revelar verdades sobre la naturaleza.

Recientemente el diario inglés The Guardian publicó un debate entre el filósofo Julian Baggini y el físico teórico Lawrence Krauss, donde éste último afirmaba que las preguntas sobre el “por qué” de las cosas, que la filosofía hace, no tienen realmente sentido. Y sostenía que en realidad son preguntas sobre el “cómo”, que deben ser respondidas utilizando el método científico, que se basa en el razonamiento lógico y la evidencia observable. Y predecía que todas las preguntas filosóficas de “por qué” pasarán a ser, con el tiempo, preguntas de “cómo”, que podrán ser respondidas por la ciencia. A su vez, Baggini se preguntaba si Krauss no estaba cayendo en el vicio del cientificismo: la convicción de que la ciencia es la única fuente legítima de conocimiento, descalificando cualquier otra forma de conocer el mundo que nos rodea. O, en palabras del historiador y filósofo John Wilkins, que “toda legitimidad conceptual debe derivar de la ciencia”.

El debate se ha extendido a la blogósfera, donde el bioquímico Larry Moran discute, en su blog Sandwalk, con el filósofo Massimo Pigliucci –autor del blog Rationally speaking– la legitimidad de la ciencia y cuestiona la acusación y el concepto mismo de cientificismo, argumentando que se trata de una simple etiqueta denigrante. Moran ataca también la noción de naturalismo metodológico, defendida por Pigliucci: la idea de que la ciencia se limita, necesariamente, a estudiar sólo el mundo natural, dejando fuera de su ámbito lo sobrenatural (si es que esto último existiera). Se trata, dice, de un truco sucio para limitar a la ciencia y evitar que cuestione a la religión… y la filosofía. (Y a continuación procede a atacar, afirmando que cualquier conocimiento que no sea científico –incluyendo la filosofía– no es conocimiento real, sino sólo palabrería hueca, “un castillo de naipes” que “no nos dice nada”.)

Wilkins, por su parte, le responde a Moran, en su blog Evolving Thoughts, que el cientificismo es en realidad la encarnación moderna del positivismo, aquel viejo y desacreditado intento por fundar la ciencia sobre bases absolutas e indiscutibles, y explica que el naturalismo metodológico no es una limitación de la ciencia, sino su esencia misma: no se puede estudiar científicamente algo que no sea observable y no presente regularidades. (Lo cual no impide, añade, que aborde aquellos aspectos relacionados con fenómenos supuestamente sobrenaturales que se puedan prestar a ser analizados científicamente, como por ejemplo hacer estudios para ver si la oración de terceros puede tener algún efecto curativo en los enfermos.)

La discusión, por supuesto, es absurda. Ambos bandos están a favor del estudio racional del mundo. Pero caen en malentendidos, como cuando Moran confunde la crítica al cientificismo con una defensa de la seudociencia o incluso de la anti-ciencia (la idea de que el desarrollo científico-técnico es intrínsecamente nocivo). Y al sentirse atacados, caen en el peligroso juego de competir a ver quién es mejor.

No hay duda: hasta las mentes más cultivadas pueden caer en debates absurdos. Pero incluso entonces, escucharlas suele ser muy interesante.

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