Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de abril de 2010

Columna semanal divulgación científica de Martín Bonfil Olivera, de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, de la UNAM.
No, el Papa Ratzinger no debe renunciar. Debe permanecer a cargo de todo ese edificio putrefacto –esa institución usurera, temerosa de las mujeres, hambrienta de culpa, enemiga de la verdad, violadora de niños– hasta que, en medio de un hedor a incienso y una lluvia de cursis corazoncitos sagrados para turistas y vírgenes ridículamente coronadas, se derrumbe alrededor de sus orejas.
La tarea periodística es inevitablemente compleja: obtener información confiable, verificar fuentes, garantizar que lo que se publica tenga sustento… no es difícil algún error ocasional.
La semana pasada MILENIO Diario retomó dos notas relacionadas con la orientación sexual (“Estabilidad de parejas gay, menor a 18 meses” 4 de febrero, y “Homosexuales padecen trastorno psicológico”, 5 de febrero) que se presentaban como sustentadas en investigaciónes científicas serias, pero que en realidad son ejemplos de la propaganda más burda de organizaciones religiosas que buscan imponer sus muy particulares prejuicios.
La fuente de ambas notas es la misma: el “Instituto Mexicano de Orientación Sexual Renacer”, en realidad una fachada de la ultraconservadora organización católica “Courage Latino”, subsidiaria de “Courage International”. Su página web la describe como “un apostolado de la Iglesia Católica conformado por una comunidad espiritual de hombres y mujeres que sufren por su condición de Atracción al Mismo Sexo no deseada”. La Wikipedia añade que "busca atender a personas con deseos y atracción homosexuales y animarles a vivir en castidad absteniéndose de actuar de acuerdo con sus deseos sexuales”.
Se trata, pues, de una de esas organizaciones que buscan “curar” la homosexualidad, o al menos combatirla, siguiendo lo indicado por el Catecismo de la Iglesia Católica: “Las personas homosexuales están llamadas a la castidad”. Lo cual puede ser válido, para algunos, pero no cuando se invoca falsa evidencia científica de cosas como la poca duración de las parejas gays (este columnista ha disfrutado de 17 años de estabilidad, más los que faltan) o la concepción de la homosexualidad como enfermedad.
E investigación científica seria sobre el tema no falta. Una búsqueda somera revela cantidades amplias de buenos trabajos, muy pocos de los cuales sostienen los prejuicios religiosos. Un acucioso estudio que resume más de cien artículos de investigación sobre el tema, desde 1957 hasta 2005, y que es distribuido por la Organización Psicológica Estadunidense (ya magistralmente comentado por Carlos Puig en Milenio Diario, 9 de enero) muestra, por ejemplo, que los hijos de parejas homosexuales no sufren de identidad sexual confusa (saben perfectamente sin son hombres o mujeres), su comportamiento de género es coherente (no se comportan como miembros del otro sexo) y su orientación sexual (homo, hetero o bisexual) no se ve afectada por la de sus padres.
El estudio concluye: “En resumen, no hay pruebas que sugieran que las lesbianas o los homosexuales no sean aptos para ser padres, o que el desarrollo psicosocial de los niños de lesbianas o gays se vea comprometido en relación con el de los hijos de padres heterosexuales. Ni un solo estudio ha identificado que los hijos de lesbianas o gays estén en desventaja en algún aspecto significativo en relación con los hijos de padres heterosexuales”
Lo cual no quiere decir, por supuesto, que no pueda haber casos de hijos de parejas homosexuales que sufran discriminación, como reportó Milenio el pasado 2 de febrero. Pero es muestra más de lo urgente que es combatir los prejuicios sociales contra las minorías, no de haya que limitar sus derechos.
Es muestra de la hipocresía de la iglesia católica el que quiera presentar sus prejuicios como ciencia, al tiempo que sostiene creencias trasnochadas como que en México se realizan cinco exorcismos diarios.
¡No se vale!
Si la vida humana tiene algún sentido, éste probablemente tenga que ver con lo que los filósofos (por ejemplo el gran Fernando Savater) llaman la buena vida: aquella que nos permite ejercer nuestra libertad personal para buscar alegría, bienestar, crecimiento y realización sin causarnos daño a nosotros mismos ni a otros.
Y lo que vale a nivel personal, vale también a nivel social: distintas civilizaciones han buscado, y en algunos casos han logrado, algún avance para permitir que sus ciudadanos se acerquen a vivir esa buena vida. “El objetivo de la política —dice Savater en su clásico Ética para Amador— es el de organizar lo mejor posible la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene”.
Una de las herramientas más poderosas para lograrlo es eso que nos distingue de las otras especies con quienes compartimos el planeta: el pensamiento racional.
A través de la racionalidad los humanos podemos tomar decisiones que, en general, suelen ser más acertadas que las basadas en criterios como impulsos emocionales, prejuicios o dogmas. El método de la razón se basa, precisamente, en lo que el científico Marcelino Cereijido (La ciencia como calamidad, Gedisa, 2009) llama “las reglas del tener razón”: apelar a evidencias, pruebas, argumentación lógica, discusión racional y consenso entre especialistas.
La ciencia es, junto con la filosofía, el ejemplo más refinado de pensamiento racional. Es un método destilado y perfeccionado durante siglos. Sin embargo, como apuntara el famoso biólogo francés Jacques Monod en su también clásico El azar y la necesidad, la ciencia, con su compromiso para entender la realidad física, no puede marcar una finalidad para la vida humana.
¿Quiere esto decir que ciencia y racionalidad nada aportan a la búsqueda de la buena vida? Por el contrario: al tratar en una sociedad cuestiones como el reconocimiento de las minorías a contar con los mismos derechos que todos los ciudadanos nos damos cuenta de la importancia de que la discusión se base no en dogmas, creencias ni prejuicios, sino en argumentos racionales sólidos… y cuando sea pertinente, en conocimiento científico confiable. Como el que muestra que el matrimonio y la adopción por parejas gays no tienen por qué perjudicar a una sociedad moderna.
Al parecer, el gobierno federal, incluyendo a su titular y a la PGR, ignoran lo anterior. Su prioridad no es buscar la buena vida para sus ciudadanos, sino proteger los dogmas de su religión. Qué lástima.
Al reflexionar sobre el reciente sismo en Haití y sus terribles consecuencias, conviene tomar en cuenta lo mucho que la ciencia tiene que ver con este tipo de desgracias.
Se podría preguntar: ¿de qué sirve la ciencia, ese “lujo” intelectual que sólo los países ricos pueden darse, ante la imparable furia de la naturaleza?
De mucho.
En primerísimo lugar, para entender. Gracias a las modernas ciencias de la Tierra, hoy conocemos con precisión la causa de los terremotos. Sabemos que la superficie terrestre está formada por una pequeña costra sólida, más delgada en proporción que la cáscara de un huevo, flotando sobre un mar de roca fundida, el magma que forma el manto terrestre.
La corteza está partida en placas tectónicas, como un rompecabezas. Como el magma circula lentamente, las placas se mueven y rozan unas con otras. Cuando se acumula suficiente tensión (lo que puede llevar varias décadas), los puntos de fricción se desmoronan como galletas saladas al rozar unas con otras.
Pero además de entender, la ciencia también sirve para prevenir. El desastre de Haití había sido predicho por varios geofísicos desde 2006. Aunque no podían, por supuesto, adivinar la fecha precisa, sí podían asegurar que tarde o temprano la energía acumulada por la fricción entre las placas de Norteamérica y del Caribe —sobre cuya frontera justamente se halla la isla de La Española— tendría que liberarse en forma de sismo.
Finalmente, la ciencia sirve para actuar… pero sólo si las circunstancias lo permiten. Haití, como país pobre, carecía de reglamentos de construcción decentes, y de maneras de hacer que se cumplieran. El derrumbe de tantos edificios con un sismo de sólo 7 grados —que normalmente se considera moderado— muestra algo que se ha sabido desde hace mucho: que los desastres naturales no son sólo desastres naturales. Su manifestación depende también de decisiones sociales y de las circunstancias socioeconómicas que muchas veces determinan estas decisiones.
Que Haití sea pobre tiene que ver con factores histórico-sociales… entre ellos la falta de un desarrollo científico-tecnológico-industrial que le permita tener un buen nivel de vida y proporcionar condiciones de seguridad a sus habitantes.
Sí, la ciencia tiene mucho que ver con desastres como éste. Lástima que a veces no pueda hacer gran cosa al respecto.Las matemáticas tienen una relación especial con la realidad física: nos permiten describirla. Se ve con claridad en astronomía: los modelos matemáticos, desde Tolomeo, pasando por Copérnico hasta la gloriosa descripción de Newton y la moderna visión einsteniana, nos han permitido describir cada vez con mayor precisión, y entender, con mayor profundidad, el comportamiento de los cuerpos celestes. Comparado con esto, las tontas “predicciones” de la astrología resultan balbuceos incoherentes.
Pero no alcanzamos a entender por qué las matemáticas sirven para describir el mundo. En el número de noviembre 2009 de la revista Ciencia y desarrollo, donde ha escrito mensualmente durante más de 30 años, el ingeniero José de la Herrán, pionero de la divulgación científica en México, expone un ejemplo curioso. Se trata de un estudio para verificar la validez de un viejo enigma astronómico: la famosa “ley” de Titius-Bode.
La ley, formulada por el astrónomo alemán Johann Daniel Titius en 1766 y popularizada por su colega y paisano (¡y tocayo!) Johann Elert Bode en 1772, consiste en que la distancia del Sol a los planetas del sistema solar (o, más precisamente, los semiejes mayores de sus órbitas elípticas –los “radios” mayores, pero la palabra “radio” sólo se usa para los círculos, no para las elipses) parece estar relacionada con una peculiar sucesión numérica: 0, 3, 6, 12, 24, 48…
Inicialmente no se tomó en serio: aunque acertaba para los planetas conocidos (Mercurio a Saturno), predecía un planeta inexistente en la quinta posición, entre Marte y Júpiter. Pero cuando se descubrió Urano en 1781 y se vio que ocupaba el sitio indicado por la ley, se le volvió a estudiar. Se buscó el quinto planeta “perdido” y en 1801 se halló el asteroide Ceres, el más grande del cinturón de asteroides (hoy considerado un planeta que no llegó a formarse, probablemente debido a la influencia gravitatoria de Júpiter). En general, la ley predecía, con 5% o menos de error, las posiciones de todos los planetas.
Entonces, en 1846, se descubrió Neptuno. Su distancia al sol no encajaba con lo predicho (30% de error). Lo mismo ocurrió con Plutón (¡96% de error!). El prestigio de la ley se derrumbó y pasó a ser considerada sólo una coincidencia.
Entra en escena el astrónomo mexicano Arcadio Poveda, del Instituto de Astronomía de la UNAM. En un artículo publicado en 2008 (en la Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, en coautoría con Patricia Lara), estudió a 55 Cancri, en la constelación del cangrejo, estrella “cercana” a la Tierra (a unos 12 parsecs; más de 40 años luz) alrededor de la cual se han descubierto cinco planetas entre 1996 y 2007. Halló que en general sus distancias coinciden con la ley de Titius-Bode, si se asume que falta un planeta entre el cuarto y el quinto (quizá esto revele que la dinámica gravitacional de los sistemas solares emergentes impide la formación de planetas en ciertas órbitas). Poveda incluso predice la posición de otros dos planetas alrededor de 55 Cancri: habrá que ver si se encuentran.
Aunque ha recibido críticas, el trabajo de Poveda es muy sugestivo. La ley de Titius-Bode sigue siendo un enigma: si fuera válida, aunque sigamos sin saber por qué (los expertos epistemólogos dirían que es una ley fenomenológica que carece de su correspondiente explicación teórica), podría ayudar a descubrir nuevos planetas en otros sistemas solares.
Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de enero de 2010
A lo mejor los matrimonios gays son, como dijo ese árbitro de la moral, Onésimo Cepeda, “una estupidez” (Milenio Diario, 23 de diciembre). Pero si lo es, es una estupidez que los homosexuales, como cualquier otro ciudadano, tienen derecho a cometer.
Y quizá, como dice Carlos Marín (Milenio Diario, 8 de enero), el tal Esteban Arce “tiene derecho a expresar su homofobia”… pero hacerlo en público, como conductor de un programa de televisión y “líder de opinión” (así de triste es el nivel cultural del televidente mexicano promedio) es incorrecto, pues vulnera los derechos de otros.
Sí, la libertad de expresión (de la que deriva la libertad de prensa) es vital en toda democracia verdadera. Pero no es más importante que otros derechos. Necesariamente tiene límites: no se vale enseñar a suicidarse o a hacer bombas molotov, ni instigar al uso de drogas, a la violencia, a matar negros… ni a discriminar. Si un conductor opinara que los negros o los indios son inferiores incurriría en el mismo error y merecería ser criticado. Primero, porque es falso, pero también porque es discriminatorio.
Esteban Arce desinforma: expresa como verdades opiniones contrarias al conocimiento científico actual, que muestra que el comportamiento homosexual es natural (lo deja clarísimo Luis González de Alba en su columna el pasado domingo; Milenio Diario, 10 de enero), y “normal”, en el sentido de que no es “enfermo”, y que los hijos criados por parejas del mismo sexo también lo son.
¿Por qué preferir los criterios basados en el conocimiento científico a los fundados en dogmas religiosos? Entre otras cosas, porque son comprobables y comprobados: funcionan. Además, son corregibles si tienen fallas, a diferencia de las “verdades” de la iglesia. Por algo nuestra Constitución (artículo tercero) hace obligatoria la educación basada “en los resultados del progreso científico”, y exige al mismo tiempo que la enseñanza se mantenga “por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”.
No se busca “privilegiar” a ciertas minorías, sino garantizar que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos. Y con buenas razones. La iglesia podrá desgarrarse las vestiduras, pero también su libertad tiene límites (también por buenas razones, en este caso históricas): no puede interferir en política, pues la Constitución lo prohíbe (artículo 130). El gobierno está obligado a velar por los derechos de todos, y a mantener la necesaria separación entre iglesia y estado. Habrá que cuidar que así sea.