miércoles, 27 de enero de 2010

Naturaleza y sociedad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 27 de enero de 2010

Al reflexionar sobre el reciente sismo en Haití y sus terribles consecuencias, conviene tomar en cuenta lo mucho que la ciencia tiene que ver con este tipo de desgracias.

Se podría preguntar: ¿de qué sirve la ciencia, ese “lujo” intelectual que sólo los países ricos pueden darse, ante la imparable furia de la naturaleza?

De mucho.

En primerísimo lugar, para entender. Gracias a las modernas ciencias de la Tierra, hoy conocemos con precisión la causa de los terremotos. Sabemos que la superficie terrestre está formada por una pequeña costra sólida, más delgada en proporción que la cáscara de un huevo, flotando sobre un mar de roca fundida, el magma que forma el manto terrestre.

La corteza está partida en placas tectónicas, como un rompecabezas. Como el magma circula lentamente, las placas se mueven y rozan unas con otras. Cuando se acumula suficiente tensión (lo que puede llevar varias décadas), los puntos de fricción se desmoronan como galletas saladas al rozar unas con otras.

Pero además de entender, la ciencia también sirve para prevenir. El desastre de Haití había sido predicho por varios geofísicos desde 2006. Aunque no podían, por supuesto, adivinar la fecha precisa, sí podían asegurar que tarde o temprano la energía acumulada por la fricción entre las placas de Norteamérica y del Caribe —sobre cuya frontera justamente se halla la isla de La Española— tendría que liberarse en forma de sismo.

Finalmente, la ciencia sirve para actuar… pero sólo si las circunstancias lo permiten. Haití, como país pobre, carecía de reglamentos de construcción decentes, y de maneras de hacer que se cumplieran. El derrumbe de tantos edificios con un sismo de sólo 7 grados —que normalmente se considera moderado— muestra algo que se ha sabido desde hace mucho: que los desastres naturales no son sólo desastres naturales. Su manifestación depende también de decisiones sociales y de las circunstancias socioeconómicas que muchas veces determinan estas decisiones.

Que Haití sea pobre tiene que ver con factores histórico-sociales… entre ellos la falta de un desarrollo científico-tecnológico-industrial que le permita tener un buen nivel de vida y proporcionar condiciones de seguridad a sus habitantes.

Sí, la ciencia tiene mucho que ver con desastres como éste. Lástima que a veces no pueda hacer gran cosa al respecto.

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miércoles, 20 de enero de 2010

Matemáticas y astros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 20 de enero de 2010

Las matemáticas tienen una relación especial con la realidad física: nos permiten describirla. Se ve con claridad en astronomía: los modelos matemáticos, desde Tolomeo, pasando por Copérnico hasta la gloriosa descripción de Newton y la moderna visión einsteniana, nos han permitido describir cada vez con mayor precisión, y entender, con mayor profundidad, el comportamiento de los cuerpos celestes. Comparado con esto, las tontas “predicciones” de la astrología resultan balbuceos incoherentes.

Pero no alcanzamos a entender por qué las matemáticas sirven para describir el mundo. En el número de noviembre 2009 de la revista Ciencia y desarrollo, donde ha escrito mensualmente durante más de 30 años, el ingeniero José de la Herrán, pionero de la divulgación científica en México, expone un ejemplo curioso. Se trata de un estudio para verificar la validez de un viejo enigma astronómico: la famosa “ley” de Titius-Bode.

La ley, formulada por el astrónomo alemán Johann Daniel Titius en 1766 y popularizada por su colega y paisano (¡y tocayo!) Johann Elert Bode en 1772, consiste en que la distancia del Sol a los planetas del sistema solar (o, más precisamente, los semiejes mayores de sus órbitas elípticas –los “radios” mayores, pero la palabra “radio” sólo se usa para los círculos, no para las elipses) parece estar relacionada con una peculiar sucesión numérica: 0, 3, 6, 12, 24, 48…

Inicialmente no se tomó en serio: aunque acertaba para los planetas conocidos (Mercurio a Saturno), predecía un planeta inexistente en la quinta posición, entre Marte y Júpiter. Pero cuando se descubrió Urano en 1781 y se vio que ocupaba el sitio indicado por la ley, se le volvió a estudiar. Se buscó el quinto planeta “perdido” y en 1801 se halló el asteroide Ceres, el más grande del cinturón de asteroides (hoy considerado un planeta que no llegó a formarse, probablemente debido a la influencia gravitatoria de Júpiter). En general, la ley predecía, con 5% o menos de error, las posiciones de todos los planetas.

Entonces, en 1846, se descubrió Neptuno. Su distancia al sol no encajaba con lo predicho (30% de error). Lo mismo ocurrió con Plutón (¡96% de error!). El prestigio de la ley se derrumbó y pasó a ser considerada sólo una coincidencia.

Entra en escena el astrónomo mexicano Arcadio Poveda, del Instituto de Astronomía de la UNAM. En un artículo publicado en 2008 (en la Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, en coautoría con Patricia Lara), estudió a 55 Cancri, en la constelación del cangrejo, estrella “cercana” a la Tierra (a unos 12 parsecs; más de 40 años luz) alrededor de la cual se han descubierto cinco planetas entre 1996 y 2007. Halló que en general sus distancias coinciden con la ley de Titius-Bode, si se asume que falta un planeta entre el cuarto y el quinto (quizá esto revele que la dinámica gravitacional de los sistemas solares emergentes impide la formación de planetas en ciertas órbitas). Poveda incluso predice la posición de otros dos planetas alrededor de 55 Cancri: habrá que ver si se encuentran.

Aunque ha recibido críticas, el trabajo de Poveda es muy sugestivo. La ley de Titius-Bode sigue siendo un enigma: si fuera válida, aunque sigamos sin saber por qué (los expertos epistemólogos dirían que es una ley fenomenológica que carece de su correspondiente explicación teórica), podría ayudar a descubrir nuevos planetas en otros sistemas solares.

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miércoles, 13 de enero de 2010

Libertad y límites

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 13 de enero de 2010

A lo mejor los matrimonios gays son, como dijo ese árbitro de la moral, Onésimo Cepeda, “una estupidez” (Milenio Diario, 23 de diciembre). Pero si lo es, es una estupidez que los homosexuales, como cualquier otro ciudadano, tienen derecho a cometer.

Y quizá, como dice Carlos Marín (Milenio Diario, 8 de enero), el tal Esteban Arce “tiene derecho a expresar su homofobia”… pero hacerlo en público, como conductor de un programa de televisión y “líder de opinión” (así de triste es el nivel cultural del televidente mexicano promedio) es incorrecto, pues vulnera los derechos de otros.

Sí, la libertad de expresión (de la que deriva la libertad de prensa) es vital en toda democracia verdadera. Pero no es más importante que otros derechos. Necesariamente tiene límites: no se vale enseñar a suicidarse o a hacer bombas molotov, ni instigar al uso de drogas, a la violencia, a matar negros… ni a discriminar. Si un conductor opinara que los negros o los indios son inferiores incurriría en el mismo error y merecería ser criticado. Primero, porque es falso, pero también porque es discriminatorio.

Esteban Arce desinforma: expresa como verdades opiniones contrarias al conocimiento científico actual, que muestra que el comportamiento homosexual es natural (lo deja clarísimo Luis González de Alba en su columna el pasado domingo; Milenio Diario, 10 de enero), y “normal”, en el sentido de que no es “enfermo”, y que los hijos criados por parejas del mismo sexo también lo son.

¿Por qué preferir los criterios basados en el conocimiento científico a los fundados en dogmas religiosos? Entre otras cosas, porque son comprobables y comprobados: funcionan. Además, son corregibles si tienen fallas, a diferencia de las “verdades” de la iglesia. Por algo nuestra Constitución (artículo tercero) hace obligatoria la educación basada “en los resultados del progreso científico”, y exige al mismo tiempo que la enseñanza se mantenga “por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”.

No se busca “privilegiar” a ciertas minorías, sino garantizar que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos. Y con buenas razones. La iglesia podrá desgarrarse las vestiduras, pero también su libertad tiene límites (también por buenas razones, en este caso históricas): no puede interferir en política, pues la Constitución lo prohíbe (artículo 130). El gobierno está obligado a velar por los derechos de todos, y a mantener la necesaria separación entre iglesia y estado. Habrá que cuidar que así sea.

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miércoles, 6 de enero de 2010

Contra el analfabetismo científico

Por Martín Bonfil Olivera (Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM)
Publicado en
Milenio Diario, 6 de enero de 2010

Siempre que salgo de vacaciones llevo algo bueno para leer. Este fin de año no fue la excepción: escogí la más reciente obra de mi amigo Marcelino Cereijido, investigador argentino-mexicano del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav): La ciencia como calamidad, un ensayo sobre el analfabetismo científico y sus efectos (Gedisa, 2009).

No es la primera vez que disfruto con su excelente prosa y aún mejores ideas. Varios viajes a la playa han sido más placenteros gracias a otras joyitas suyas como Ciencia sin seso, locura doble (Siglo XXI, 1994, donde advierte a un joven sobre los retos, dificultades y desilusiones que le esperan si decide ser científico en un país del tercer mundo), Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997, donde lanza la bien sustentada hipótesis de que la cultura de los países latinoamericanos, con su herencia de catolicismo hispano-portugués, es una de las causas fundamentales de que nuestros países no logren comprender, apoyar y, sobre todo, desarrollar y aprovechar la ciencia moderna) y La nuca de Houssay (Fondo de Cultura Económica, 1990, entrañable y penetrante relato autobiográfico que narra su experiencia como científico en formación –incluso con profesores premios Nobel– para ser posteriormente perseguido, encarcelado y exiliado por el oscurantismo católico-militarista de la dictadura Argentina).

El libro puede, en mi opinión, dividirse en dos secciones. En la primera presenta un panorama de la ciencia, su historia y la situación actual del analfabetismo científico. En la segunda –que me resultó más convincente y estimulante– plantea el gravísimo problema que dicho analfabetismo impone al tercer mundo, poniéndolo en una situación terriblemente desventajosa frente al primero, y se arriesga a hacer algunos esbozos de propuestas para su solución.

Cereijido plantea que el analfabetismo científico de los países subdesarrollados consiste no sólo en no tener ciencia propia, sino en carecer de una cultura que les permita darse cuenta de ello, y valorar lo grave de esta carencia. Pero lo realmente alarmante es darse cuenta, como demuestra a lo largo del libro, de que incluso ha existido siempre una estrategia del primer mundo para garantizar que el tercero siga siendo subdesarrollado. Esta asimetría es la que hoy está amenazando realmente el equilibrio global, por lo que urge tomar medidas drásticas para combatirla… sólo que tendremos que hacerlo nosotros mismos. De ahí sus estimulantes propuestas. Ahora falta difundirlas, discutirlas y ponerlas en práctica… yo me apunto.

Una queja: el libro, como por desgracia es cada vez más común en las editoriales iberoamericanas, está muy mal editado. Comas antes de los verbos o añadidas incorrectamente a frases, con lo que tergiversan su sentido; numerosas referencias que no aparecen en la bibliografía, repeticiones e, incluso, la organización misma del texto revelan descuido, no del autor, sino de una editorial de la que esperaríamos un trabajo mucho más profundo y profesional (pues es la editorial, no el autor, quien tiene la responsabilidad de cuidar todos los detalles, tanto editoriales como de coherencia y claridad, del texto).

En resumen, un libro disfrutable e inteligente, pero además importante y oportuno. Incluso urgente. Ojalá todo aquel que tenga que ver con el mundo de la ciencia (investigadores, estudiantes, funcionarios, políticos… ¡ciudadanos!) lo leyera.

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jueves, 31 de diciembre de 2009

Objetividad y compromiso

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 31 de diciembre de 2009

Hace varias semanas, cuando el conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) estaba en su apogeo, me llamó la atención que Carlos Marín afirmara que el periodismo objetivo “no existe en el mundo”.

Tiene razón, sin duda (y no osaría yo discutirle al autor de uno de los manuales de periodismo más leídos en el país). La objetividad periodística absoluta es inalcanzable. E incluso lo es una objetividad aproximada, ya que inevitablemente el periodista —y el medio— responden a ciertos gustos, tendencias, opiniones e intereses, y ello distorsiona, tergiversa y hace selectiva la versión de los hechos que presentan. Pero ¿significa eso que el periodismo es, entonces, sólo una sarta de mentiras?

Comparemos con lo que ocurre en ciencia. La versión popular —por desgracia, muy inexacta— la ve como el súmmum de la objetividad.

Pero quien haya estudiado un poco de filosofía, sociología o historia de la ciencia habrá encontrado el poco tranquilizador hecho de que la famosa objetividad científica es, también, una entelequia indemostrable –y, para todo fin práctico, inexistente. La cantidad de factores ideológicos, culturales, psicológicos, socioeconómicos y hasta aleatorios que influyen para que una teoría sea aceptada como científica al tiempo que otras son rechazadas basta para hacer que cualquiera dude.

Y sin embargo, hay ciencia auténtica y hay falsa ciencia, así como hay periodismo cabal y seudoperiodismo que se vende.

Pero hay que matizar, para evitar malentendidos. A pesar de sus limitaciones filosóficas, tanto el periodismo como la ciencia —el buen periodismo y la buena ciencia— tienen un compromiso con la realidad. Un compromiso fuerte, sólido. Tienen que tenerlo; de otro modo, no servirían para nada.

El periodismo sirve. Para informar, investigar y permitir que el ciudadano forme opiniones y tome decisiones. Cumple una tarea vital en cualquier sociedad democrática. Y la ciencia sirve también: produce conocimiento, y tecnología derivada de él, que funcionan. No es infalible, pero nos ha ayudado, a lo largo de la historia, y con alto grado de eficacia, a resolver problemas y mejorar enormemente nuestro nivel de vida.

Los ideales son inalcanzables, pero renunciar a algo útil sólo porque es imperfecto es tirar el bebé con el agua de baño. Después de todo, la democracia también es imperfecta, pero tiene el compromiso de representar, lo más “objetivamente” posible, la opinión real de la mayoría de los ciudadanos.

¡Feliz 2010!
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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Ciencia y política

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 23 de diciembre de 2009

A diferencia de los modelos simplificados de la teoría, la realidad es una maraña compleja, o más bien una red donde los elementos que la conforman se conectan unos con otros de modo intrincado y múltiple.

La ciencia es la disciplina que ayuda a entender tales conexiones. Produce modelos que, si bien idealizados, son confiables, y por ello nos ayudan a tomar decisiones apropiadas. La política, en cambio, es el arte de aprovechar esas conexiones, o crear las que hagan falta, para lograr que las cosas sucedan en una sociedad (“el arte de lo posible”, dicen que dijo el canciller von Bismarck).

El conocimiento científico muchas veces es impulso y cimiento para construir acciones políticas. Pero no basta: hace falta habilidad política para lograr que la trama se sostenga.

A veces se logra; a veces no. En Copenhague no se logró, a pesar de los datos científicos sólidos y el consenso sobre qué hacer. Los amarres opuestos al acuerdo —los costos económicos de reconvertir las industrias de países poderosos; los costos políticos inevitablemente ligados a ellos— lo impidieron.

En la Ciudad de México, en cambio, la habilidad política apoyada en el conocimiento moderno sobre el ser humano y su sexualidad permitió aprobar el matrimonio homosexual, incluso sin el injusto candado que impedía —con implícito argumento homófobo— la adopción.

Pero ciencia y política son procesos: no se detienen. Tarde o temprano, los acuerdos para paliar el daño climático tendrán que tomarse. A menos, claro, que descubramos algo nuevo: una inesperada buena noticia que tendría, también, que estar basada en la ciencia.

En cuanto a derechos humanos, sexuales y reproductivos, el avance, aunque lento, no cesa. Las autopsias estuvieron prohibidas, por motivos religiosos, durante siglos, hasta el renacimiento. Negros y mujeres, considerados inferiores, no pudieron votar sino hasta mediados del siglo pasado. La fertilización in vitro causó intenso debate, también por prejuicios religiosos; el hecho de que la expresión “bebé de probeta” suene hoy obsoleta muestra que las sociedades avanzan y asimilan los cambios que las benefician.

Hace poco, la homosexualidad se castigaba legalmente. Hoy se reconoce la igualdad plena de todas las parejas, sin importar su orientación sexual, ante la ley. En el futuro próximo hay otros temas pendientes: derecho al aborto, a la eutanasia, investigación con células madre. Y más allá, propuestas de “derechos animales” para grandes simios (gorilas, orangutanes, chimpancés).

En un estado laico, las decisiones deben basarse en conocimiento confiable, y tomarse para ampliar, no reprimir, los derechos de todos. La ciencia ayuda a la política a conformar nuevos amarres para que los cambios necesarios en la compleja red social puedan construirse y sostenerse. Enhorabuena… y feliz navidad.

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jueves, 17 de diciembre de 2009

Gays: ciudadanos de segunda

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 17 de diciembre de 2009

Por supuesto que, como explicó Carlos Marín el lunes en “El asalto a la razón”, la propuesta de matrimonios entre personas del mismo sexo es discriminatoria y “de segunda”, pues niega el derecho a adoptar. Refleja así el prejuicio homofóbico: los gays pueden casarse, pero no criar a un menor. ¿Qué tal si lo pervierten? (En otras palabras, al final ser gay sigue siendo algo malo.)

Pero los gays, lesbianas, bisexuales y transgénero han sido siempre ciudadanos de segunda. Hasta hace poco, la homosexualidad estaba penada por la ley (todavía lo está en muchos países).

Parte de la razón es que el discurso religioso considera cualquier comportamiento sexual que se aparte de la norma (o quizá simplemente cualquier comportamiento sexual) como “antinatural” y pecaminoso.

Pero —da flojera repetirlo— el comportamiento homosexual es tan natural que se presenta prácticamente en todo el reino animal (consulte el excelente libro La orientación sexual, de Luis González de Alba, Paidós, 2003, para más detalles). Hipócritamente, la iglesia lo califica de “inmoral” y “contrario a las leyes naturales”, cuando lo que quiere decir es “contrario a la ley divina”.

Como afirma el diputado David Razú, la propuesta de “matrimonio libre” “no atenta contra los derechos de nadie (…) porque actualmente es un derecho que tienen las parejas heterosexuales y lo que se pretende es dárselo a todos los ciudadanos”.

Y hablamos de entre 4 y 10 por ciento de los ciudadanos, no de una “minoría” insignificante, como afirma el majadero Hugo Valdemar, vocero de la Arquidiócesis de México. Ciudadanos que pagan impuestos y cumplen las mismas obligaciones que cualquier otro. Para negarles sus derechos, se necesitarían argumentos sólidos, no prejuicios y “mandatos divinos” transmitidos por representantes autonombrados.

Otra mentira de los opositores a la iniciativa es que “daña al matrimonio”. Nunca han explicado por qué. El matrimonio es una institución social, no natural. Pero el ser humano es el único animal capaz de trascender su naturaleza. ¿Por qué limitar el concepto de matrimonio o familia únicamente a la procreación?

Más que tolerancia —soportar algo con lo que no se está de acuerdo—, lo que la propuesta de matrimonio libre busca es avanzar hacia el respeto pleno a los derechos ciudadanos de todos. Es incompleta, pero sin duda su aprobación será un avance.

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miércoles, 9 de diciembre de 2009

¡Climagate!

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 9 de diciembre de 2009

El escándalo estuvo bien cronometrado: un mes antes de que comenzara la Conferencia de Cambio Climático de las Naciones Unidas en Copenhague, Dinamarca, unos hackers, probablemente rusos, entraron a los servidores de la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de East Anglia, en Inglaterra. Extrajeron mil correos electrónicos y 2 mil documentos varios, que publicaron en internet.

¿Objetivo? “Demostrar” que los expertos en cambio climático manipulan datos, ocultan información, ridiculizan e insultan a sus contrincantes —los negacionistas del cambio climático, que niegan que el calentamiento sea real, o bien que lo consideran un fenómeno natural, no causado por las actividades humanas— y evitan que publiquen sus argumentos.

Y en efecto: algunos documentos parecen mostrar este tipo de manipulaciones. Se está investigando para determinar si ha habido mala práctica científica. Si se confirma, habrá sanciones. También se revisan los datos publicados, para verificar que sean confiables.

Pero lo más probable, con mucho, es que se trate de una campaña de desprestigio encaminada a debilitar la postura del Panel Internacional sobre Cambio Climático (IPCC), la ONU, la comunidad científica y los gobiernos que están discutiendo ahora mismo, en Copenhague, la urgencia de tomar medidas para disminuir las emisiones de gases de invernadero con el fin de atenuar, en lo posible, los daños que el calentamiento global está ya causando.

Y es que, para quien no sea especialista, exhibir los trapos sucios de los científicos en acción puede ser escandaloso. Frente a la imagen prístina e impoluta —pero falsa— de la ciencia como método infalible para descubrir verdades absolutas, ver a los investigadores como seres humanos con errores, envidias e intereses políticos es una buena manera de impugnar los resultados de sus investigaciones. Pero se olvida que la confiabilidad de dichos resultados no está dada por la personalidad de los científicos individuales, sino por un proceso colectivo, internacional y público de control de calidad muy difícil de manipular.

Es fácil desprestigiar inventando teorías de complot y exhibiendo datos aislados y fuera de contexto. Pero, sin ignorar los altísimos costos económicos y políticos de modificar de nuestra industria, hacernos tontos ante el cambio climático es un riesgo completamente inadmisible.

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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Aborto y falacias

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 2 de diciembre de 2009

La despenalización del aborto (o su penalización, en este pobre México que da un paso pa'delante y otro para atrás) no es un asunto científico, sino social y político.

Y también ético, claro… como todo lo social y político. Pero a diferencia de lo que ocurría en la edad media, cuando se creía que el único criterio ético válido era el dictado por la religión, hoy, en pleno siglo 21, contamos con el conocimiento científico como guía importantísima para normar las decisiones que tomamos como sociedad.

Por eso no pueden dejarse pasar falacias como la de que “la vida comienza con la concepción”, que el PRI, el PAN, la jerarquía católica y hasta el PRD están propalando para permitir que se aprueben leyes que limitan la libertad de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, vulnerando sus derechos humanos.

Refutarla es tan sencillo que da pena: la vida no comienza con la concepción, puesto que el espermatozoide y el óvulo, células cuya unión da origen al cigoto u óvulo fecundado (que se presenta como un ser humano “en potencia”), están vivas desde antes de la concepción. Si se toma la vida como valor absoluto, habría que considerar a las eyaculaciones nocturnas y las menstruaciones como asesinatos… “en potencia”.

Un intento de esquivar la objeción es definir que lo que comienza con la fecundación es la vida humana. Nuevamente, falso: tan humanos son espermatozoides y óvulos como un cigoto. Lo único que caracteriza como humano a un cigoto o embrión en las primeras etapas de desarrollo es su información genética… que está también presente en las células que le dan origen. (Y de cualquier modo, si la Iglesia quiere argumentar que la esencia del ser humano se reduce a sus genes, se está metiendo en problemas.)

Un ser humano no aparece de repente: se desarrolla. Antes de las doce semanas, no tiene un sistema nervioso que pueda sustentar las funciones de percepción y conciencia que caracterizan a una persona. (Por la misma razón, una persona con muerte cerebral irreversible deja de considerarse “viva”, aunque su corazón y pulmones sigan funcionando.)

Como escribió ayer Roberto Blancarte en Milenio Diario, lo que la autoridad religiosa está logrando, con la complicidad de los partidos, es “confesionalizar la política, debilitar al Estado laico, [e] introducir en la legislación y en las políticas públicas la norma católica”. Es claro: la penalización del aborto es injusta y tramposa. La ciencia y los derechos humanos nos dan argumentos suficientes para oponernos a ella. De otro modo, el precio lo seguirán pagando nuestras mujeres y la sociedad en su conjunto.

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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Otro brindis por Darwin

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 25 de noviembre de 2009

A mi madre Alicia Olivera Sedano,
con orgullo por su premio.

Aunque no bebo, ayer 24 de noviembre tuve el placer de compartir con varios queridos amigos un brindis por Charles Darwin. Celebramos el sesquicentenario –la raíz “sesqui” significa “una y media unidades” – de su libro Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o la supervivencia de las razas favorecidas en la lucha por la vida, publicado hace exactamente 150 años.

El mismo día, en la Facultad de Ciencias de la UNAM se develó un busto de Darwin. Ya el pasado 12 de febrero se había festejado el 200 aniversario de su nacimiento.

¿Por qué celebrar la publicación de un libro? ¿Se tratará, como dicen los opositores del darwinismo, de una expresión de dogmatismo que hace de El origen de las Especies un texto sagrado e incuestionable?

Creo que no. Creo que la obra se sostiene por mérito propio. El mecanismo básico que Darwin propuso para explicar cómo dentro de una especie surgen variantes que, al acumularse cambios hereditarios, se van convirtiendo en razas, luego en subespecies y finalmente en especies nuevas –la distinción entre estas categorías es meramente cualitativa– sigue vigente.

Al proponer su gran idea, la selección natural, Darwin resolvió el “misterio de misterios”: cómo surgen las especies, por qué están tan admirablemente adaptadas a sus respectivos ambientes, y de dónde surge la exuberante biodiversidad del mundo natural.

El libro de Darwin perdura y es apreciado no por dogma ni como verdad absoluta, sino por haber, precisamente, sobrevivido en la lucha por la existencia. Porque las ideas también evolucionan. El filósofo Karl Popper explica que la ciencia es un proceso de “conjeturas y refutaciones”, donde las teorías compiten entre sí. Las que fallan al ser contrastadas con los datos se extinguen; las que ofrecen explicaciones satisfactorias perduran… por lo menos hasta la próxima vez que sean puestas a prueba.

Hace poco escribí un libro para niños sobre la vida e ideas de Darwin (Charles Darwin: el secreto de la evolución, SM Editores, 2009). No espero que la edición se agote – como ocurrió con el libro de Darwin, ¡el primer día! –, pero al menos espero que su lectura pueda abrir la puerta del asombro ante las ideas de este gran pensador. ¡Salud por Darwin y su libro!

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miércoles, 18 de noviembre de 2009

Confusión lunar

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 18 de noviembre de 2009

Recientemente, en una conferencia sobre ciencia escuché la pregunta de un jovencito tabasqueño. Había leído que se estaba bombardeando la Luna con cohetes, y se preocupaba de que, no contento con destruir este planeta, ahora el ser humano quisiera también acabar con nuestro satélite natural.

Claramente, un caso de desinformación. Seguramente había leído o escuchado del proyecto LCROSS (del inglés “satélite de observación y medición de cráter lunar”) de la NASA, que consistió en enviar una nave integrada por el cohete Centauro, la sonda LCROSS y el orbitador lunar de reconocimiento. Objetivo: investigar detalladamente la composición del suelo lunar, sobre todo para saber si hay agua.

El cohete Centauro, de 2 mil 300 kilos, se estrelló deliberadamente, al doble de la velocidad de una bala, en la superficie lunar el 9 de octubre, en un sitio donde se sospechaba que podía haber agua. Formó un pequeño cráter, del tamaño de una alberca olímpica. Detrás de él venía la sonda LCROSS, que siguió la misma ruta mientras tomaba fotos y analizaba la luz y los materiales liberados por el impacto (que levantó una nube de 10 kilómetros de altura).

Como se ve, no era un “ataque” a la Luna, ni eran los científicos de la NASA jugando a las guerritas. Pero la preocupación del muchacho se justifica, en parte porque los medios eligieron titulares como “Estrellan nave en la Luna” o “Nasa bombardea la Luna”, que daban la impresión equivocada. Y en parte porque la cuestión de si tenemos derecho a alterar las condiciones naturales de otros cuerpos celestes es válida.

Dado que todo indica que no existe, ni existió, vida en la Luna, la cuestión del respeto a la naturaleza se vuelve relativamente simple: no hay a quién dañar ahí. Podemos aprovechar sus recursos sin mayor conflicto ético, dentro de límites razonables.

Por otra parte, la misión valió la pena: luego de analizar los resultados, la semana pasada se anunció que, efectivamente, hay cantidades significativas de agua en la Luna.

En su genial novela La Luna es una cruel amante, el maestro de la ciencia ficción Robert Heinlein describe la revolución que libera la Luna, convertida en colonia penal, de la tiranía terrestre. Los colonos, dedicados explotar el hielo lunar y a la agricultura subterránea, ganan la guerra bombardeando la Tierra con rocas (y con la ayuda de Mike, una supercomputadora inteligente). Es curioso: hoy un bombardeo en sentido inverso marca lo que quizá sea el inicio de la colonización de la Luna.

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jueves, 12 de noviembre de 2009

¿Equidad ideológica?

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 12 de noviembre de 2009

El próximo martes 24 de noviembre se celebrarán 150 años de la publicación de uno de los libros que más han cambiado la forma en que el ser humano se concibe a sí mismo: El origen de las especies, de Charles Darwin.

Un debate frecuente al hablar de la teoría de Darwin, y en general de la ciencia, es por qué se da un estatus tan especial al conocimiento científico. ¿Por qué se prefiere, en biología, la evolución al creacionismo? ¿Por qué nuestra Constitución exige que la educación sea laica y “ajena a cualquier doctrina religiosa”, y a la vez basada “en los resultados del progreso científico”? ¿No son casos claros de discriminación ideológica, de privilegiar una forma de pensar en detrimento de otras?

La pregunta de fondo es si todas las ideologías tienen el mismo valor. ¿Deben todas ser respetadas por igual? ¿Son todas igual de útiles?

En primera instancia, desde el punto de vista de la tolerancia y el respeto a la diferencia, tan necesarios en cualquier democracia, parecería que la respuesta debe ser positiva, para evitar la discriminación.

Pero lo cierto es que las ideologías y formas de ver el mundo difieren, a veces radicalmente, y compiten entre sí. Además de la disputa evolucionismo/creacionismo, están los debates entre los puntos de vista científico y religioso respecto al aborto, la eutanasia o la investigación con células madre; o entre la ciencia y muchas “terapias alternativas” basadas en principios esotérico-místicos.

En realidad, el valor de cualquier ideología depende del contexto: qué problema hay que resolver, de qué campo de aplicación se trata. Los constituyentes privilegiaron la ciencia por sobre la religión en parte debido a los conflictos entre la iglesia y el estado que forman parte de nuestra historia patria, y en parte por su convicción de que el progreso científico y técnico es importante para el bienestar de la nación. Las terapias alternativas fraudulentas no son efectivas, y a veces resultan nocivas. Y los biólogos prefieren el darwinismo al creacionismo porque les permite explicar la naturaleza y abre nuevas vías de investigación.

En el fondo, la ventaja de la ciencia es que funciona. Otras perspectivas, como la místico-religiosa, pueden ser útiles en ciertas áreas de la vida humana, pero no como formas de entender el mundo natural y mucho menos de resolver problemas prácticos, como los de salud.

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miércoles, 4 de noviembre de 2009

La intolerancia de la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 4 de noviembre de 2009

Hace un mes critiqué el fraude que cometen quienes prometen la cura a prácticamente cualquier enfermedad mediante una máquina llamada SCIO (a cambio, claro, de una buena lana).

Como ocurre siempre que se ataca a seudociencias y charlatanerías, recibí algunos correos de felicitación y otros (no muchos, por suerte) que me acusaban de dogmático, intolerante y de descalificar “otras” formas de racionalidad, “que tienen el mismo derecho a ser respetadas que la visión científica del mundo”.

Es común que se acuse de intolerante tanto a la ciencia misma como a quienes nos dedicamos a practicarla, comunicarla o promoverla. Pero hay que recordar que la ciencia se dedica a estudiar la naturaleza, a producir conocimiento confiable que nos permita entenderla y quizá predecirla. Cuando se habla de la intolerancia de la ciencia, normalmente lo que se cuestiona es su negativa a reconocer como científicas disciplinas como la astrología, el estudio de fenómenos paranormales, las terapias milagrosas basadas en principios que “van más allá de la ciencia” o las teorías de complot.

Esta exclusión se debe en parte a que los métodos de estas disciplinas no resultan lo suficientemente rigurosos, o sus datos no parecen confiables (si es que no son, de plano, engaños burdos). A veces lo que no es aceptable son sus objetos de estudio, pues la ciencia sólo estudia fenómenos naturales, no sobrenaturales.

En ciencia para que una afirmación sea aceptada tiene que pasar un complejo proceso de evaluación entre colegas que involucra la revisión de los datos y los métodos, y la discusión de los resultados. Las razones por las que los científicos aceptan una afirmación tienen que ver con su coherencia lógica, su plausibilidad dentro del conocimiento científico existente, la reproducibilidad de los experimentos en que se sustenta y otras razones (entre las que no se excluye una cierta dosis de política y de ideología).

Sin embargo, nada hace más feliz a un verdadero científico que descubrir que algo que se sabía es incorrecto. Encontrar errores e inconsistencias en las teorías científicas obliga a los investigadores a encontrar explicaciones aun mejores. Es la fuerza que impulsa el avance de la ciencia.

Pero para que el proceso funcione, tiene que estar sometido a un rigurosísimo control de calidad. La primera obligación de un científico es no engañarse a sí mismo. La ciencia tiene un compromiso irrenunciable con la realidad. Si a veces eso suena como intolerancia, se trata no de un problema del método de la ciencia, sino de las disciplinas que intentan hacerse pasar como ciencia… sin serlo.

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miércoles, 28 de octubre de 2009

Semana de la ciencia y la tecnología

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 28 de octubre de 2009

Octubre es cada año la temporada más ajetreada para los divulgadores científicos: se celebra la Semana Nacional de la Ciencia y la Tecnología.

De hecho, la demanda de todo tipo de actividades –conferencias, cursos, talleres, exposiciones, tianguis y ferias de ciencia, conciertos, “noches de estrellas”, concursos…– es tal que muchos estados optan por alargarla y convertirla en el Mes de la Ciencia y la Tecnología –¡y algunos, en varios meses!– para que la competencia no sea tan intensa.

El evento, impulsado y organizado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, cumple 16 años de poner la cultura científica al alcance de literalmente millones de niños, jóvenes y adultos en todo el país.

Este año la sede nacional correspondió a Tabasco, donde he podido asistir a varios eventos organizados con la colaboración del gobierno estatal, el Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Tabasco (CCYTET) y numerosas organizaciones y personas entusiastas y comprometidas con la divulgación científica.

¿Vale la pena, con la crisis económica y las carencias de nuestro país, dedicar presupuesto y trabajo a un evento como éste? Cuatro buenas razones para hacerlo:

–Porque el nivel de vida de un país depende, en mucho, del tamaño de su aparato científico-tecnológico-industrial. Una comunidad científica activa y de tamaño suficiente detona la producción de conocimiento original, que deriva en tecnología y patentes que pueden convertir a una nación en una potencia moderna. Piense en los celulares coreanos, los autos indios, las computadoras chinos que importamos, o la tecnología brasileña de extracción de petróleo que estamos lejos de igualar. Y el primer paso es despertar vocaciones científicas en niños y jóvenes (y claro, luego darles plazas para trabajar en instituciones de investigación, pero esa es otra historia…).

–Porque el pensamiento científico es una herramienta poderosa para combatir creencias dañinas, como las teorías de complot que niegan la gravedad de la pandemia de influenza y la utilidad de las vacunas que previenen la infección.

–Porque si los ciudadanos no entienden la ciencia en que se basan asuntos como clonación, eutanasia, cultivos transgénicos o investigación con células madre, no podrán participar en las decisiones que como sociedad tomemos al respecto.

–Porque la ciencia y la tecnología, manifestaciones de la creatividad humana, son fuentes inagotables de asombro y excelentes formas de pasar un buen rato. Todo ciudadano tiene derecho a disfrutarlas.

Por eso y más, felicidades y larga vida a la Semana Nacional de la Ciencia y la Tecnología. ¡Ojalá durara todo el año!

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miércoles, 21 de octubre de 2009

Premio al Cotija

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 21 de octubre de 2009

La semana pasada hablábamos del Nobel de química, otorgado por el esclarecimiento de la estructura del ribosoma, fábrica celular de proteínas. Hoy hablemos del queso Cotija.

Hay relación. Mire por dónde: una investigadora de la Facultad de Química de la UNAM, la doctora Maricarmen Quirasco, y su alumna de maestría Alma Berenice Zúñiga, acaban de ganar el Premio Nacional en Ciencia y Tecnología de Alimentos, otorgado por Coca-Cola y el Conacyt, por un estudio en que identifican y caracterizan a los principales microorganismos que viven el queso Cotija.

¿Microbios en el Cotija? Si usted es fan de este apreciado queso que producen artesanalmente, desde hace 450 años, unas 200 familias en la sierra de Jalmich, cerca de Cotija, Michoacán, podría preocuparse al leer lo anterior. Pero al contrario. El estudio de Quirasco y Zúñiga busca comprender mejor el proceso de elaboración de este aromático y nutritivo queso –en otro estudio del mismo grupo le descubrieron saludables propiedades antioxidantes– para protegerlo y mejorarlo.

Y es que en la producción de casi cualquier queso intervienen las llamadas bacterias lácticas, que convierten el azúcar de la leche (lactosa) en ácido láctico, lo que aumenta la acidez y causa que las proteínas de la leche se cuajen para formar, precisamente, el queso. Otros productos lácteos, como el yogur, contienen también abundantes microorganismos.

Pero en la elaboración del queso Cotija, hecho con leche sin pasteurizar, participa un verdadero ecosistema microscópico en el que hay competencia y supervivencia entre especies. Para estudiarlo, Quirasco y Zúñiga utilizaron modernas técnicas moleculares: estudiaron los genes del ARN ribosomal –componente principal de los ribosomas, he aquí la relación– de las bacterias. Estos genes se usan para identificar especies porque todas las células tienen ribosomas; al compararlos, se detectan sus diferencias y es posible clasificarlas.

El estudio reveló que durante la maduración del queso, que lleva de 3 meses a un año, la competencia elimina a las posibles bacterias patógenas, lo que garantiza la higiene del queso. Y permitirá, en un futuro, estandarizar mejor los procesos artesanales de producción y lograr que los productores obtengan la denominación de origen, con lo que podrán combatir la competencia desleal de falsos quesos “tipo Cotija”, incluso provenientes del extranjero, que suplantan al auténtico.

En pocas palabras, ciencia de alimentos de primera, llevada a cabo en la UNAM, que beneficiará a productores mexicanos.

(Por cierto, no está usted para saberlo ni yo para contárselo, pero Maricarmen Quirasco fue compañera mía de generación en la carrera de químico farmacobiólogo en la Facultad de Química, y conozco su gran inteligencia y dedicación al trabajo desde la Prepa 6. Sinceramente, ¡felicidades, Maricarmen! Lea su artículo sobre la cultura del queso Cotija aquí.)

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miércoles, 14 de octubre de 2009

El maravilloso ribosoma

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 14 de octubre de 2009

El premio Nobel de Química de este año me emocionó aún más que el de Medicina.

Se otorgó a Venkatraman Ramakrishnan (hindú nacionalizado estadounidense pero radicado en Gran Bretaña), Thomas Steitz (estadounidense) y Ada Yonath (israelí) por “sus estudios acerca de la estructura y función del ribosoma”.

Si, como comentaba la semana pasada, las enzimas son asombrosas máquinas moleculares que llevan a cabo prácticamente todas las funciones de una célula viva, los ribosomas son verdaderas fábricas automáticas que construyen con precisión cada uno de los miles de proteínas distintas que necesitamos para estar vivos.

Un ribosoma es una madeja compleja de ácido ribonucleico (el primo de una sola hebra del ADN) y múltiples proteínas.

Tiene partes fijas y otras que se mueven con precisión robótica para ensamblar en cuestión de minutos, leyendo la información proveniente del ADN, proteínas formadas por miles de aminoácidos, como perlas en un collar.

El logro de los galardonados fue localizar con precisión cada uno de los cientos de miles de átomos que forman un ribosoma, lo cual ha permitido comprender su funcionamiento con detalle atómico. Utilizaron la cristalografía de rayos X, método desarrollado a principios del siglo XX (es el mismo que permitió a Watson y Crick descubrir la estructura en doble hélice del ADN en 1953 –estructura, dicho sea de paso, infinitamente más simple que la de un ribosoma).

Para ello, primero tuvieron que obtener cristales perfectamente ordenados formados por ribosomas puros; tardaron casi 20 años.

Pero para ver átomos no puede usarse un microscopio de luz, ni siquiera de electrones. Sólo los rayos X tienen la finura necesaria. Y no hay lentes que puedan enfocarlos y formar imágenes: se tiene que recoger el conjunto de manchas formadas por el paso de los rayos X a través de los cristales (manchas que originalmente eran captadas con película fotográfica, pero que hoy se captan con un dispositivo de carga acoplada o CCD, invención que ganó este año el premio Nobel de física) y usar computadoras para procesar matemáticamente los datos.

¿El resultado? Modelos computarizados detalladísimos que revelan cada tornillo y engrane de estas maravillosas nanofábricas moleculares.


Como beneficio adicional, están permitiendo desarrollar nuevos antibióticos que funcionan como llaves de tuercas arrojadas al interior de los ribosomas de las bacterias que nos enferman.

Me encantó el Nobel de química de este año. Lástima que Harry Noller, uno de los gigantes del estudio de los ribosomas, haya quedado fuera del premio, que sólo puede concederse a un máximo de tres personas.
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miércoles, 7 de octubre de 2009

El telómero Nobel

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 7 de octubre de 2009

Los premios Nobel siempre son emocionantes. El de Fisiología y Medicina de este año revela la fascinante ciencia básica de nuestras células que podría tener aplicaciones revolucionarias en salud.

Se trata, según el Comité Nobel del Instituto Karolinska, en Suecia, del “descubrimiento de cómo los telómeros y la enzima telomerasa protegen a los cromosomas”, realizado por los investigadores Elizabeth Blackburn, su colega Jack W. Szostak y su alumna Carol Greider.

La información genética de los seres vivos está escrita en la molécula de ácido desoxirribonucleico, ADN, que forma madejas llamadas cromosomas dentro del núcleo de cada una de nuestras células.

Cada cromosoma está formado por una sola, larguísima, molécula de ADN. Cuando se tiene que copiar, antes de que la célula se divida en dos, la encargada es una enzima: máquina molecular hecha de proteína.

Visualícelo así: la famosa doble hélice del ADN es como una vía de tren. Para copiarla, los rieles se separan y la enzima se desliza sobre cada uno, leyendo las letras que lo forman e insertando las letras correspondientes del otro lado. Como un trenecito que avanzara sobre un riel, construyendo el riel opuesto. Al final, tenemos dos vías completas e idénticas.

Pero cuando llega al final del riel, la enzima no puede avanzar más, y no construye el último tramo del riel opuesto. ¡Cada vez que se copiara un cromosoma, sus puntas (los telómeros, del griego telos, final, y meros, parte) se irían acortando!

Utilizando un ingenioso experimento, Blackburn y Szostak descubrieron en 1982 que los telómeros protegen a los cromosomas para no ser destruidos. Construyeron minicromosomas y a algunos les pegaron telómeros y a otros no. Cuando los metían en células, los cromosomas con telómeros sobrevivían, pero los que no los tenían eran eliminados rápidamente.

Y en 1984 (el día de Navidad), Blackburn y Greider descubrieron otra enzima que permite que los telómeros mantengan su tamaño. Lo logra porque contiene un molde con la secuencia correcta de letras (CCCCAA) que deben insertarse en cada punta del ADN. La llamaron “telomerasa” (la terminación “asa” en bioquímica indica una enzima).

Hoy sabemos que telómeros y telomerasa tienen que ver con el envejecimiento y la muerte celular (cuando se acortan) y con la multiplicación descontrolada de las células cancerosas (pues su telomerasa es muy activa y sus telómeros no se acortan). Incluso hay en desarrollo vacunas para intentar combatir el cáncer inactivando la telomerasa de tumores.

La ciencia básica, motivada por la simple curiosidad, ofrece una nueva promesa médica, aunque sea aún lejana.

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miércoles, 30 de septiembre de 2009

Mala ciencia ficción

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 30 de septiembre de 2009

La semana pasada comenté que la buena ciencia ficción conjunta ciencia genuina con imaginación para obtener relatos estimulantes que revelen algo acerca de la naturaleza humana o de las sociedades actuales o futuras.

La mala ciencia ficción, en cambio, construye fantasías que “suenan” científicas pero no se basan en conocimiento científico legítimo, y muchas veces lo contradicen. Normalmente presenta tecnologías efectistas, algunas reales (rayos láser, computadoras, robots) y otras poco factibles o imposibles (campos de fuerza, máquinas del tiempo) para sostener una trama que en realidad es sólo de aventuras. Es simple fantasía con tintes científicos. Películas como La guerra de las galaxias y mucho de lo que en TV pasa por “ciencia ficción” son ejemplos claros.

Pero aún la mala ciencia ficción es entretenimiento honesto. Lo grave es que existen también mezclas de ciencia y ficción que tienen fines deshonestos: las incontables estafas de charlatanes que dicen haber descubierto nuevos principios científicos y poseer el secreto para curar cualquier enfermedad.

Tomemos un ejemplo popular. ¿Que tal si existiera una máquina capaz de sanarnos con sólo conectarnos a ella?

Un gringo que se hace llamar “profesor” William Nelson, y afirma haber trabajado en el proyecto Apolo de la NASA, se mudó a Budapest y comenzó a fabricar una máquina que “restaura el balance bioenergético del cuerpo”.

La llama SCIO, de Scientific Counciousness Interface Operation, o Interfase Científica de Operación de la Conciencia (también se conoce como EPFX, QXCI o Quantum Xrroid Interface System; todo sin el menor sentido, claro).

Nelson luce justo como lo que es: un completo charlatán. Pero es buen negociante y su máquina es popular en muchos países, incluido México. La cantidad de charlatanes que ofrecen “tratamiento” con esta máquina mágica va en aumento, así como el número de clientes, que en realidad son sólo víctimas de su propio pensamiento mágico —el que busca que los deseos se cumplan— y de la ignorancia o mala fe de los “terapeutas”. Es además una estafa peligrosa, pues pretende sustituir tratamientos médicos legítimos.

La buena ciencia ficción no habla de cosas imposibles, sino, precisamente de las que la ciencia considera posibles, y a partir de ello construye fantasías. En cambio la máquina SCIO, cuya importación, por cierto, está prohibida en Estados Unidos bajo cargos de fraude, es mala ciencia y mala ficción: una mentira y una falta de respeto a la inteligencia y buena fe de gente que sufre.

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