martes, 18 de mayo de 2004

Ovnivideoescándalos: la ignorancia militar

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 18 de mayo de 2004

Nada sería más maravilloso que descubrir que no estamos solos en el universo. Lo mejor es que es probable que así sea.

Se estima que existen entre 200 y 400 mil millones de estrellas en nuestra galaxia, la vía láctea. Desde 1995 se han venido descubriendo planetas girando alrededor de otras estrellas. Hoy se conocen más de 100 “planetas extrasolares”, y la lista crece cada año. Es probable que en nuestra galaxia existan planetas similares al nuestro, donde podría haber condiciones favorables para la vida. Por otro lado, como se estima que el número de galaxias en el universo supera los 80 mil millones, la posibilidad de vida (incluso vida inteligente) en el universo no es tan remota.

Otra cosa que hay que tomar en cuenta es la posibilidad de que la vida surja en un planeta con las condiciones adecuadas (temperatura, agua líquida, etc.). Sólo contamos con un caso para estudiar: la tierra, que tiene aproximadamente 4 mil 500 millones de años. Las evidencias más antiguas de vida datan de 3 mil 800 millones de años: al parecer, la vida aparece en cuanto se dan las condiciones necesarias. La bioquímica, la genética y los estudios sobre el origen de la vida están produciendo explicaciones cada vez más detalladas de cómo pudo suceder esto, y cómo podría ocurrir en otros planetas.

¿Por qué entonces tanto escándalo porque la Secretaría de la Defensa Nacional le entregue a Jaime Maussán unos videos que muestran 11 objetos luminosos volando alrededor de un avión que buscaba narcotraficantes? El grave problema es que se haya elegido a Maussán como el “experto” confiable para recibir este material, ignorando a la comunidad científica nacional –de la que, evidentemente, él no forma parte.

Es grave que el responsable de la defensa del país afirme campechanamente que no entregó los videos a científicos “porque no los conocemos”. Convendría que el Conacyt o la Academia Mexicana de Ciencias informaran al general Vega que hay expertos más confiables.

Pero un momento: ¿no será que los científicos, como afirma el propio Maussán, son cerrados y se niegan a aceptar cosas nuevas? ¿No se tratará de un complot para ocultar la información? (Uno se pregunta, ¿se podría ocultar algo así?, ¿de qué serviría?)

Es cierto el avance de la ciencia y la tecnología hace que cosas antes imposibles hoy sean reales y hasta comunes. Pero los viajes interestelares están limitados por lo que nos dice la teoría de la relatividad: aún suponiendo que las naves pudieran viajar a la velocidad de la luz, el viaje tomaría tiempos demasiado largos para ser factibles.

Por otra parte, ¿cómo sabrían los extraterrestres que estamos aquí? Las ondas de radio, que viajan a la velocidad de la luz, comenzaron a emitirse hace sólo 100 años: cuando mucho nos podrían detectar civilizaciones que estuvieran a 100 años luz de la tierra –una distancia relativamente corta: la vía láctea es mil veces más grande. ¿Qué tan probable sería que, en ese radio, exista una civilización avanzada capaz de visitarnos? Es más probable que, si existiera una civilización ahí afuera, pudiéramos detectarla nosotros. Es por eso que los astrónomos han desarrollado proyectos serios de búsqueda de vida extraterrestre usando radiotelescopios para detectar señales procedentes de otras civilizaciones... todavía sin ningún resultado, pero la búsqueda vale la pena.

No es que los astrónomos y demás científicos no “quieran” creer en extraterrestres. Pero aceptar que unos videos de bolas luminosas para los que existen varias explicaciones sencillas (por ejemplo, las descargas eléctricas conocidas como “centellas”) muestran en realidad naves extraterrestres es una hipótesis muy forzada. La buena ciencia sigue el principio de parsimonia: antes de aceptar hipótesis complejas o poco probables, se deben descartar las más sencillas.

Se ha dicho que la entrega de los videos a Maussán buscaba desviar la atención de los medios y la sociedad de los escándalos políticos. Es probable. Lo cierto es que, al mostrar que considera a Maussán un experto confiable, la Secretaría de la Defensa revela gran ignorancia. Diversos grupos escépticos respecto al fenómeno ovni documentan que Maussán ha estado involucrado en varios fraudes en que muestra supuestos videos de platillos voladores o de artefactos extraterrestres que resultan ser falsos (la organización ufowatchdog.com lo tiene en su página de la infamia). Su más famoso fraude fue el de Jonathan Reed, médico quien supuestamente mató a un extraterrestre que halló en un bosque luego de que éste “desintegrara” a su perro. Reed, quien decía tener un brazalete que le permitía transportarse a otra dimensión, apareció con Maussán en el programa Otro Rollo en 2001, pero incumplió su promesa de hacer una demostración del artefacto. Posteriormente se descubrió que Reed no era realmente doctor, que su nombre era John Rutter y que toda la historia había sido inventada. Maussán siguió afirmando que se trataba de un caso real.

La difusión de los videos de la Sedena, lejos de ser un paso importante para el conocimiento, nos deja en ridículo ante la comunidad internacional. Revela nuestra incultura científica; en particular la de nuestros servidores públicos. ¡Qué lástima! (El lector interesado quizá quiera leer el libro del astrónomo mexicano Armando Arellano, ¿Por qué no hay extraterrestres en la Tierra?, Fondo de Cultura Económica 2004).

martes, 11 de mayo de 2004

Bush: ¿enemigo de la ciencia?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 11 de mayo de 2004

Aires de intolerancia recorren el mundo.

En el mundo del arte: en Guadalajara la “intervención urbana” llamada “Patriotas”, de Claudia Rodríguez ((poner aros hula alrededor de estatuas de los niños héroes) fue censurada por la Secretaría de Cultura estatal. En Roma hubo protestas por sectores conservadores ante la obra de Maurizio Cattelan, que mostraba tres maniquíes realistas de niños colgando “ahorcados” de un roble. En educación: el Tec de Monterrey realiza pruebas de alcoholímetro a sus alumnos, para impedir que beban en cantinas cercanas, según reportó Reforma (7 de mayo).

Y lo que más nos interesa aquí: en política científica: el columnista del mismo diario Carlos Elizondo Mayer-Serra, antes de partir para sustituir a Carlos Flores como embajador de México ante la OCDE (donde promete conducirse con legalidad y no comprar colchones de 20 mil pesos), se da el lujo de criticar la propuesta del Congreso de una ley que obligue a invertir el uno por ciento del producto interno bruto en ciencia y tecnología. Erróneamente en mi opinión, Elizondo considera este dinero no como inversión, sino como gasto (aunque tiene razón al decir que el beneficio no es automático, sino que depende cómo se gaste el dinero). A estas alturas, debería estar claro que invertir en ciencia y tecnología es una de las estrategias que, a mediano y largo plazo, claro está, pueden ayudar a sacar al país del subdesarrollo. Con razón Marcelino Cereijido, destacado investigador del cinvestav-ipn, desespera de oír a los gobiernos prometer que invertirán en ciencia “cuando mejore la situación del país”, en vez de darse cuenta que invertir en ciencia es la mejor manera de hacer que tal situación mejore. Conviene leer su librito Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI).

Pero todo lo anterior palidece ante la actitud del presidente George Bush y su gabinete, que en febrero pasado fueron denunciados por la Unión de Científicos Preocupados (Union of Concerned Scientists, UCS) de los Estados Unidos por suprimir y distorsionar hallazgos científicos que van en contra de las políticas de esa administración.

En un reporte publicado en la red (www.ucsusa.org) y firmado por 62 científicos de primera línea, incluyendo a 20 premios Nobel y 19 ganadores de la medalla nacional de ciencia, la UCS acusó a la administración Bush de evitar la difusión de resultados de investigaciones sobre calentamiento global, calidad del aire, salud sexual y otros temas.

La ciencia actual que es una actividad antes que nada social (los tiempos del científico solitario se han ido, si es que alguna vez existieron). Social no sólo porque la investigación se hace en grupos interdisciplinarios y cada vez más grandes (los nombres de los autores del artículo del desciframiento del genoma humano, en febrero del 2001, ocupaban toda una página de la revista Nature). Social también porque el dinero y los recursos humanos y materiales (e incluso las condiciones legales) para poder desarrollar la investigación no dependen sólo de las decisiones de los científicos, sino de la sociedad en su conjunto.

Pero quizá lo más importante de la ciencia como actividad social es que, para que los resultados de una investigación científica sean considerados válidos, tienen que haber sido aprobados por los colegas del investigador, en un proceso conocido como “revisión por pares” (peer review). Como mostrara el historiador Thomas Kuhn, es la aceptación de la comunidad lo que hace que un resultado sea científico. Y es precisamente el hecho de que sean colegas lo que hace que, por ejemplo, los árbitros de los artículos que se envían a las revistas científicas especializadas puedan juzgarlos y criticarlos expertamente, solicitando, en su caso, los cambios (o incluso los nuevos experimentos) requeridos para aceptar el artículo. Un alto número de artículos, claro, son rechazados, y por tanto no pasan a formar parte del corpus del conocimiento científico aceptado.

La administración Bush pretende interferir en el proceso de revisión por pares proponiendo que la Oficina de Administración y Presupuesto (dependiente de la Casa Blanca) haga su propio proceso de evaluación de los resultados de investigación científica. El gobierno ha también presionado a organizaciones científicas para que no acepten artículos provenientes de países como Cuba, Irán y Libia, sometidos a embargo por los Estados Unidos.

Scientific American, quizá la más prestigiada publicación de difusión científica a nivel mundial, publica en su número de mayo un severo editorial en el acusa a la administración Bush de tergiversar los hallazgos de la Academia Nacional de Ciencias sobre el cambio climático y de eliminar de un reporte los datos de la Agencia de Protección Ambiental sobre el mismo tema. También se ha sustituido a científicos miembros de las comisiones asesoras del gobierno por miembros por elementos vinculados con la industria.

Y es que, como afirma el congresista estadounidense Henry Waxman en entrevista en Scientific American, “los beneficiarios de estas distorsiones son en su mayor parte los partidarios políticos de Bush, incluyendo a la Coalición por los Valores Tradicionales (un grupo político apoyado por la iglesia de Washington) y la gente que cabildea a favor de la industria petrolera”.

Hace falta entender cómo funciona la ciencia para poder apreciarla y defenderla. Claro que en México sería imposible que algo así pasara. Para ello, primero tendríamos que tener una ciencia desarrollada. ¡Qué suerte!

martes, 4 de mayo de 2004

¿Medicina genómica o clonación?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 4 de mayo de 2004

La semana pasada la Cámara de Senadores aprobó, y la de Diputados ratificó, la modificación a la Ley de los Institutos Nacionales de Salud, que establece la creación del Instituto Nacional de Medicina Genómica.

El punto clave fue que se eliminó la prohibición, incluida en su artículo 7bis, que impedía “la investigación con células troncales humanas de embriones vivos o aquellas obtenidas por transplante nuclear”. Con esto, los senadores demostraron tener mejor sentido que sus colegas diputados, que habían impuesto originalmente la prohibición. El blanquiazul, por supuesto, se opuso a eliminar las prohibiciones, utilizando argumentos como que “la clonación humana [quizá referían a la clonación reproductiva] y terapéutica son aberraciones científicas”.

La palabra “clonación” proviene de la raíz griega klon, que quiere decir “rama”: clonar es reproducir asexualmente un organismo, produciendo otro que tiene exactamente los mismos genes. Se clona cuando se planta la rama de un rosal para producir uno nuevo. Por clonación se reproducen también muchos organismos como bacterias, hongos y protozoarios. No es, como se ve, nada antinatural.

A partir de la clonación de la oveja Dolly se habla de la posibilidad de clonar humanos. Los grupos conservadores advierten una y otra vez sobre el enorme peligro usar esta “clonación reproductiva” en humanos. Hay quien, ingenuamente, piensa que se podría “clonar a Hitler” (¡o a Jesucristo!). En teoría, aunque hasta el momento no es posible clonar a un ser humano, es probable que pronto lo sea. Pero duplicar el cuerpo no es duplicar la mente, y así como dos gemelos idénticos (clones uno del otro) no tienen la misma personalidad, clonar a una persona produciría sólo otro individuo único. La “dignidad humana”, entonces, no se ve amenazada por la clonación reproductiva (siempre que se reconozcan los plenos derechos humanos del clon). Pero en el Instituto de Medicina Genómica nadie habla de clonar humanos.

La llamada “clonación terapéutica”, en cambio, consiste en clonar no un individuo completo, sino células que pueden luego utilizarse en investigación y, algún día, en terapias para combatir enfermedades como diabetes, hipertensión, mal de Parkinson o de Alzheimer, e incluso cáncer. El potencial médico es inmenso. El Instituto de Medicina Genómica podría llegar utilizar esta técnica, aunque por el momento no figura en sus planes.

La confusión surge al hablar de las células troncales o “células madre” (su nombre más correcto es “células precursoras”). Tienen la extraordinaria capacidad de diferenciarse (especializarse) para dar origen a cualquiera de los cientos de tipos de células que forman el cuerpo humano. Si pudiéramos controlarlas, podríamos reparar tejidos u órganos.

Una fuente ideal de células precursoras son los óvulos fecundados (casi no puede hablarse de “embriones”) en sus primeras etapas de desarrollo. Y aquí se alzan las voces escandalizadas de los defensores de la “dignidad humana”. En la cámara de senadores se usaron frases como “la defensa del misterio sagrado de la vida humana” y se habló del “asesinato de embriones humanos”.

Pero, ¿es realmente equivalente un embrión a un ser humano? ¿Tiene el embrión alguna “esencia” que lo haga humano? Sólo si creemos en un alma espiritual. Biológicamente, contiene sólo genes, y no creo que los defensores de la dignidad humana quieran reducir la esencia de lo humano a unos genes.

En la revista Newsweek, Lee M. Silver menciona recientemente cómo los cristianos fundamentalistas (como el presidente Bush) piensan que “los embriones humanos (aún cuando son agrupamientos celulares) son regalos de Dios, a los que les fue infundida un alma al momento de la concepción”. Este tipo de creencias, dice Silver, ha frenado o detenido la investigación con células precursoras en Estados Unidos, que pierde su liderazgo en estas áreas, mientras que los países asiáticos, “que no polemizan la biotecnología” siguen desarrollándolas. Afortunadamente, añado, pues no sería ético detener el desarrollo de terapias que podrían salvar tantas vidas humanas adultas.

No hay una “esencia” de lo humano. El ser humano no comienza a existir en un momento determinado: se construye a lo largo de un proceso que puede detenerse o fallar en cualquier etapa. Un alto porcentaje (se estima en 66 por ciento) de los óvulos que han sido fecundados no logra implantarse en el útero y muere (microabortos naturales), muchas veces debido a anormalidades.

En todo caso, la condición humana depende no de los genes, que también comparten todas las células del cuerpo (nadie defendería la “dignidad humana” de un riñón extirpado) y nuestros primos animales, sino de la capacidad de presentar conciencia, la cual es imposible si el desarrollo del sistema nervioso, el cual tarda varias semanas en formarse. De modo que, desde el punto de vista biológico, un embrión, sobre todo en sus primeros días de desarrollo, no es todavía un ser humano. El uso de células precursoras embrionarias no debería presentar por tanto mayores problemas éticos.

La clonación terapéutica no pretende “experimentar con embriones”, ni clonar seres humanos. Y la investigación con células precursoras busca remedio a enfermedades que graves. Esto, lejos de vulnerar la dignidad humana, ayudará a preservar vidas, estas sí, humanas. Ojalá el Instituto de Medicina Genómica llegue a hacer aportaciones importantes en estos campos.

martes, 27 de abril de 2004

Partenogénesis: ¿adiós a los machos?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 27 de abril de 2004

La noticia parecía sacada de la fantasía de una feminista radical: “No se necesitan machos: nace ratón de un óvulo sin fertilizar”, rezaba el escandaloso encabezado del boletín de la agencia Reuters. Milenio Diario fue más cauteloso y, basándose en información de France Press, tituló modestamente su nota: “Crean ratón con los genes de dos hembras”.

¿De qué se trata? Científicos japoneses de la Universidad de Agricultura de Tokio, dirigidos por el doctor Tomohiro Kono, lograron producir un mamífero (en este caso, un ratón) a partir solamente de células femeninas, sin intervención de material genético masculino. La ratoncita (no podía sino ser hembra, teniendo sólo hembras como progenitoras) fue bautizada “Kaguya”, por una leyenda japonesa acerca de una niña hallada en un tallo de bambú (las fotos de Kaguya la muestran dentro de un tallo de esta planta, un bonito detalle de mercadotecnia científica).

Kono y sus ocho colegas titularon el artículo en que reportaron su logro, en la revista Nature (22 de abril), “Nacimiento de un ratón partenogenético que puede desarrollarse hasta la edad adulta”. Y es aquí donde comienza la confusión.

Según el diccionario, “partenogénesis” significa “modo de reproducción de algunos animales y plantas, que consiste en la formación de un nuevo ser por división reiterada de células sexuales femeninas que no se han unido previamente con gametos masculinos” (por contraste, en la reproducción usual, llamada bisexual, el nuevo ser se forma por la división reiterada de una célula –el cigoto– que es resultado de la unión de un óvulo y un espermatozoide). Etimológicamente, la palabra “partenogénesis” deriva del griego parthenos, “virgen”, y el latín genesis, “nacimiento”. Por ello la partenogénesis, común en algunas plantas así como ciertos insectos e incluso en reptiles y aves, como el pavo, pero nunca en mamíferos, es también llamada “nacimiento virgen”.

En las abejas, por ejemplo, las hembras –reinas y obreras– son producto de la unión de óvulos y espermatozoides, mientras que los machos –zánganos– derivan partenogenéticamente de óvulos que comienzan a dividirse sin ser fecundados. No falta el biólogo ingenioso que quiere proponer la hipótesis de que el nacimiento de Jesús fue un rarísimo caso de partenogénesis humana...

Pero lo que Kono y sus colaboradores hicieron no fue provocar que un óvulo no fecundado comenzara a dividirse hasta formar a Kaguya. Por el contrario, lo que hicieron fue lograr que dos óvulos sin fecundar se unieran –como lo hacen normalmente un óvulo y un espermatozoide– y dieran origen a un nuevo organismo.

El problema con la partenogénesis en mamíferos, al parecer, es un proceso llamado en inglés imprinting (¿impronta, estampado?). Como usted recordará de sus clases de secundaria, cada célula de un ser humano contiene dos juegos de cromosomas idénticos; uno proviene del padre y otro de la madre (con excepción de el llamado “par sexual”: las mujeres tienen dos cromosomas sexuales idénticos, llamados X, pero los hombres tenemos un cromosoma X y otro, mucho más pequeño y pobre, llamado Y).

Cuando el óvulo comienza a desarrollarse para formar un feto, y posteriormente un ser humano, uno de los dos juegos de cromosomas debe ser “silenciado”, para evitar confusiones. Esto se logra precisamente mediante el proceso de “imprinting” (en realidad es un poco más complicado, pues se “silencian” ciertos genes en el juego de cromosomas de maternos y otros en el juego paterno, pero no nos compliquemos). Cuando esto no sucede, el feto no se desarrolla normalmente.

Los genes que controlan el proceso de “imprinting” vienen en el espermatozoide: se piensa que es esto lo que impide la partenogénesis en mamíferos, lo cual parece comprobarse con el experimento de Kono.

Lo que hicieron fue alterar dos genes (llamados Igf2 y H19) de uno de los óvulos, para lograr que se comportara como una especie de imitación de espermatozoide. Al parecer, su estrategia tuvo éxito. Pero llamar “partenogénesis” a este complicado proceso (tuvieron que realizar 457 intentos para tener éxito) es inexacto.

Llamarlo así podría dar lugar a dos malentendidos. El primero, y más importante, es pensar que inmediatamente se puede producir hembras humanas –o de otras especies de mamíferos– por simple partenogénesis, sin la intervención de machos. Aunque hasta el momento Kaguya, de 14 meses de edad y que incluso ha tenido bebés, no muestra anormalidades, es pronto para saber si los animales producidos de esta manera son realmente normales y saludables. Además, la bajísima eficiencia –menor que la de la clonación por transferencia de núcleos, usada para producir a la oveja Dolly– impide considerar siquiera su utilización en humanos, aún dejando de lado la necesidad de manipular genéticamente a los óvulos, que hoy se considera en general éticamente inaceptable.

El otro malentendido, que decepcionará a más de una extremista, es pensar que este procedimiento podría llegar a lograr el sueño de las amazonas: una sociedad en que los machos fueran obsoletos. De hecho, como propone Kono, es posible que el fenómeno de “imprinting” “haya evolucionado en los machos para asegurar que la reproducción no pueda ocurrir sin su aportación genética”. Al parecer, hay razones evolutivas que hacen útil la existencia de machos. ¡Menos mal!, suspira este columnista.

martes, 20 de abril de 2004

Promoción de la ciencia: ¿para qué?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 20 de abril de 2004

El pasado fin de semana, para felicidad mía y por motivos de trabajo, conocí la ciudad de Aguascalientes. Mi visita coincidió con el inicio de la famosísima Feria Nacional de San Marcos, lo que me dio la oportunidad de conocer una de las celebraciones tradicionales más importantes del país.

Recorrer las calles llenas de gente alegre, disfrutar de la música de las múltiples “tamboras” que alegraban el ambiente, comer los diversos antojitos, ver el casino (no aposté) y el palenque donde se celebran las tradicionales peleas de gallos... Todo fue una experiencia de esas que uno no olvida.

Usted, querido lector o lectora, podría preguntarse qué tiene esto que ver con la ciencia. La respuesta es doble.

En un nivel, la ciencia está presente en la Feria de San Marcos en forma de un puesto (me rehúso a decir “stand”) instalado por el Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Aguascalientes (Concytea). En él se mostraban los diversos programas del consejo, entre los que destacan los que buscan apoyar el desarrollo de la industria estatal y vincularla con la investigación científica y tecnológica. De hecho, un espectáculo muy llamativo de la feria es una exhibición de robots presentada por la empresa Nissan, que tiene una fábrica de automóviles en las afueras de la ciudad. El Concytea busca, mediante diversas acciones, fomentar que las industrias nacionales puedan también llegar a presumir de sus propios desarrollos tecnológicos.

Y es que uno de los graves problemas que enfrenta nuestro país es la escasa participación de la industria privada en actividades de investigación que generen nuevo conocimiento (o nueva tecnología). Normalmente las empresas se conforman con importar lo que necesitan, con lo que la dependencia tecnocientífica de nuestro país sigue manteniéndose siendo una tradición. Pero, a diferencia de la Feria de San Marcos, es una tradición que convendría abandonar.

El Concytea se preocupa también por organizar múltiples actividades que buscan promover la apreciación y comprensión pública de la ciencia y la tecnología entre los habitantes del estado. Cuenta con conferencias semanales de ciencia que se presentan los viernes y sábados en diversos lugares de la ciudad y con los “vagones de la ciencia” (Aguascalientes es una ciudad eminentemente rielera”, dice una frase turística), en los que los niños pueden realizar experimentos y talleres que despiertan en ellos la curiosidad y, se espera, el gusto por la ciencia y la tecnología. Aguascalientes tiene también un excelente museo interactivo de ciencia, llamado Descubre, en el que los visitantes pueden acercarse a estos temas mediante juegos y aparatos.

Pero aparte de este esfuerzo, hay otra relación entre la ciencia y la Feria de San Marcos. Uno podría cuestionar, aparte de la algarabía, el alcohol y la celebración, ¿qué objeto tiene realizar una feria de esas dimensiones? ¿Para qué sirve la Feria de San Marcos (y tantas otras tradiciones de nuestro país, como la Guelaguetza oaxaqueña, la celebración del 15 de septiembre, la del 5 de mayo en Puebla...)?

Hay una respuesta cínica, que no me interesa aquí: sirve para ganar dinero. Sin duda, la feria es un gran negocio. Pero esa no es toda la respuesta; ni siquiera la parte más importante. Antes que ganar dinero –o gastarlo–, el público que asiste a la feria va para compartir una experiencia común que es parte de sus vidas. La gente se aglomera en los alrededores del famoso Jardín de San Marcos no sólo para beber o para que le quiebren en la cabeza huevos llenos de confeti, sino también para continuar una tradición, para divertirse, para sentirse parte de una comunidad.

Pues bien: las actividades de promoción de la ciencia que realiza el Concytea, pero que también se realizan a todo lo ancho y largo del país mediante museos y centros de ciencia, ciclos de conferencias, talleres de ciencia, semanas de la ciencia, programas de radio, planetarios, publicación de libros y revistas, páginas web y cualquier otro medio son comparables a la Feria de San Marcos.

No cumplen un objetivo inmediato, que pueda medirse en cifras exactas. Y sin embargo, en el país se gasta un presupuesto respetable –aunque muchos lo consideramos lastimosamente insuficiente– en promover en la población el acercamiento y el gusto por la ciencia y la tecnología. Se han construido museos en muchos estados de la república, los programas de divulgación científica se han multiplicado... y todo esto, ¿para qué sirve?

Hay quien dice que mediante estas actividades lograremos formar futuros científicos que generarán nuevo conocimiento y que eso ayudará a hacer que nuestro país salga del subdesarrollo y se convierta en una nación de primer mundo. Y quizá sea cierto, aunque si es así el efecto será a largo plazo y relativamente modesto.

Pero estoy convencido de que la verdadera razón que justifica las actividades de promoción y divulgación de la ciencia y la tecnología es otra: al igual que sucede con tradiciones como la Feria de San Marcos (o con todo tipo de actividades culturales), lo que se busca es lograr que la ciencia se vuelva parte de nuestra cultura, otra más de nuestras tradiciones. Sólo que en este caso es una que, aparte, puede darnos otros muchos beneficios.

martes, 13 de abril de 2004

Lo natural y lo artificial

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 13 de abril de 2004

La semana pasada hablábamos de lo tramposo que resulta definir como “natural” a un tipo de familia que es resultado de una construcción comunitaria en respuesta a ciertas necesidades sociales. Cuando la situación cambia, es natural que la definición de familia cambie -como efectivamente está sucediendo en las sociedades actuales. Hoy hay que aceptar, so pena de ser injustamente excluyente, que familias distintas a la tradicional merecen el mismo respeto y los mismos derechos que las que durante tanto tiempo (pero no desde siempre) fueron las más comunes y funcionales.

Reconocer el carácter cambiante de las cosas es un ejemplo de pensamiento evolutivo. Así como cambian las especies, cambian también las construcciones sociales: los lenguajes, las leyes, las culturas, las artes, las ciencias, las concepciones éticas... y las familias.

Pensar de otro modo implica creer en la existencia de “esencias” inmutables, que han existido siempre y nunca cambiarán. Este esencialismo es el tipo de pensamiento que conduce a la intolerancia y el fundamentalismo. Y sin embargo, es también una forma muy espontánea de pensar. Se requiere de cierto refinamiento, producto de la (claro) evolución del pensamiento, para acceder a una visión más profunda, naturalista y no sobrenatural, en la que puede aceptarse que las esencias no son componentes esenciales del mundo.

De hecho, la única forma en que podrían aparecer “esencias” inmutables es mediante la magia: la aparición súbita, en un solo paso, de algo. La manera natural en que pueden aparecer las cosas, en cambio (sobre todo cosas complejas como una especie, una tradición o una sociedad) es mediante un proceso paulatino, de muchos pasos, en que se va construyendo poco a poco y cambiando constantemente. Un proceso evolutivo, pues.

El pensamiento esencialista, mágico, se opone al pensamiento evolucionista, naturalista, que no acepta razones sobrenaturales para explicar las cosas. Se trata de una lucha de ideas, de formas de ver el mundo.

Otras manifestaciones de la oposición entre visiones esencialistas y naturalistas es, por ejemplo, el rechazo a la química. O más bien, a “lo químico”. “No comas eso, contiene puras sustancias químicas”, puede aconsejarle a uno algún amigo afecto a lo “natural”. Al hacerlo, muestra ignorancia respecto a la naturaleza química de toda la material. No puede haber nada que podamos comer o beber que no esté hecho de sustancias químicas. “Hasta el agua pura es pura química”, me gusta repetir siempre que oigo frases así.

Si todo lo material es químico, si incluso nosotros mismos estamos hechos de sustancias químicas –y sólo de sustancias químicas, a menos que se crea en espíritus-, ¿cuál es la diferencia entre lo “natural” y benéfico, como los vegetales cultivados “orgánicamente”, y un producto industrializado y, supuestamente, maligno? No su naturaleza química, como hemos visto... ¿será entonces su origen “natural”, por contraste con lo “artificial” del producto industrial?

Nuevamente hay aquí una idea esencialista: de algún modo, lo natural tiene un “algo” del que carecen los productos de la acción humana (o bien, el elemento humano introduce algún componente nocivo del que carece lo natural). Y sin embargo, ¿es el hombre –y por tanto sus productos- algo ajeno a la naturaleza? El hombre es producto de un proceso natural de evolución, y su avanzado cerebro, su mente y las estrategias que usa son herramientas que han facilitado su supervivencia (la propia ciencia, vista desde este punto de vista, es un producto natural de la evolución biológica). ¿Son “artificiales” las presas que construyen los castores, los panales de las abejas o los hormigueros? ¿Qué decir de las ramas que algunos simios usan para “cazar” insectos?

Por otro lado, abundan los productos totalmente naturales que contienen sustancias tóxicas: la mayoría de las plantas las producen para protegerse de sus depredadores. Es sólo que, como nuestros cuerpos están adaptados a estas sustancias, casi nunca se hacen estudios para detectarlas, ni se difunden sus resultados: no son noticia.

La noción misma de “sustancia tóxica” es una simplificación engañosa: para toda sustancia existe una dosis que resulta tóxica para un organismo: no existen sustancias tóxicas, sólo dosis tóxicas (“la dosis hace el veneno”, dice una frase popular).

De modo que ni la distinción entre natural y artificial ni entre sustancias tóxicas o inocuas son absolutas y objetivas: lejos de ser características esenciales de las cosas, se trata de propiedades que dependen del contexto en que se estén estudiando.

El rechazo a los alimentos modificados genéticamente tiene bases semejantes: no se los rechaza porque se haya comprobado que sean dañinos, sino porque se piensa que hay una “esencia” que ha sido vulnerada. En el fondo, cualquier organismo transgénico se percibe como “malo”, antinatural y por necesidad, tóxico.

La pregunta importante es la siguiente. Al rechazar a estilos distintos de familia, a lo químico o a los organismos transgénicos, ¿estamos realmente rechazando algo dañino, que puede perjudicar a los ciudadanos, a la sociedad o al ambiente? ¿O estamos simplemente actuando conforme a prejuicios que suponen que, al cambiar lo que hasta entonces era usual, se está destruyendo alguna “esencia” que debe permanecer inalterada? El pensamiento científico  (que es sinónimo de pensamiento racional) aconseja considerar cuidadosamente estas cuestiones antes de tomar partido.

martes, 6 de abril de 2004

La familia: ¿natural o sobrenatural?

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 6 de abril de 2004

Ahora resulta que sólo hay una familia “natural”: la formada por el papá, la mamá -siempre y cuando estén unidos en matrimonio- y los hijos. Al menos, tal es una de las conclusiones del Tercer Congreso Mundial de Familias, llevado a cabo del 29 al 31 de marzo en la ciudad de México.

La definición causa extrañeza: ¿qué pasa con los otros tipos posibles -y cada vez más comunes- de familia? Las hay formadas por una pareja (de sexos opuestos o del mismo sexo) que no tienen o no desean tener hijos; las formadas por una madre -o padre- solteros que tienen hijos; e incluso parejas homosexuales que sí tienen hijos (caso poco común, pero existente). ¿Habrá que definirlas como familias “antinaturales”?

La pregunta puede parecer malintencionada -de hecho, Enrique Gómez Serrano, vocero del congreso, aclara que los participantes “son muy respetuosos a todas las manifestaciones de familia que existen, pero están interesados en promover el ideal”.

En realidad, y a pesar de este ligero barniz de tolerancia, la ideología del congreso es abiertamente conservadora y discriminatoria. Entre sus conclusiones, informa Notimex, los asistentes piden a las autoridades de sus respectivos países y al secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, pronunciarse contra la iniciativa que considera un derecho humano la libertad de las personas para decidir su orientación sexual, y calificaron esa propuesta como "contraria a la naturaleza humana y a las instituciones básicas de la sociedad: la familia y el matrimonio". Nuevamente el viejo argumento -jamás fundamentado- de que la diversidad sexual ataca directamente a la familia.

Otra de las conclusiones del congreso afirma que “la familia es una institución de derecho natural y constituye la célula básica de la sociedad”, y que “el matrimonio, basado en la naturaleza humana, constituye la célula básica de la familia, y es el único medio moral o ético de formarla”, y “debe estar constituido por la unión de un varón y una mujer”.

Desgraciadamente, desde un punto de vista riguroso tales afirmaciones no tienen sustento. La expresión “derecho natural”, por ejemplo, carece de sentido (a menos que se crea en algo así como una “ley divina” que rige la naturaleza). Y sostener que la familia es la “célula básica de la sociedad” parece suponer que todo lo que se necesita para que una sociedad exista es un conjunto de familias. ¿Qué sucede entonces con solteros, viudos y divorciados? ¿Y con gobiernos, leyes, economía, política, educación, trabajo, medios de comunicación, de transporte y un largo etcétera? Al parecer son componentes irrelevantes de una sociedad.

Por otra parte, afirmar que el matrimonio es “la célula básica de la familia” simplemente es absurdo, pues ninguna familia está formada por un conjunto de matrimonios unidos para formar un todo (a menos que las ideas de los participantes en este congreso sean tan “progresistas” que rebasan con mucho las anticuadas concepciones de este columnista).

La definición de matrimonio como exclusivamente heterosexual, junto con otras conclusiones del congreso como la de que “la vida y el respeto a la dignidad humana... deben ser respetados desde la concepción” muestran que de lo que se trata es de defender una visión tradicional, conservadora, de estos temas. Una visión basada en creencias religiosas. Se trata pues, de un congreso con una tendencia ideológica -y política- muy clara. Y dista mucho de lo que afirma Gómez Serrano: “esto se ofrece como una verdad (sic) para el servicio del hombre y no se trata de imponer ningún modelo”.

La situación ha llevado a organizaciones que defienden la pluralidad sexual y los derechos de las mujeres, como Católicas por el derecho a Decidir, el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) y otras, a pedir “respeto a la laicidad del estado y no imponer mediante políticas públicas el modelo de la familia tradicional”. Cabe destacar que en el congreso participaron la primera dama Martha Sahagún de Fox, Ana Teresa Aranda, directora del DIF, Josefina Vázquez Mota, secretaria de Desarrollo Social, y el secretario del Trabajo, Carlos Abascal

Y en efecto, el término, “familia tradicional” es más adecuado que el de “natural”. Porque, a diferencia de lo que parecen pensar los participantes en el congreso, la familia de padre que trabaja y madre que maneja el hogar y cuida a los hijos, lejos de ser una entidad “natural” es una construcción social. Es cierto, el cuidado de los hijos por las mujeres y la obtención de alimento por los hombres tiene cierto fundamento biológico, pero la especie humana (no “el hombre”, como repite una y otra vez el vocero del congreso) ha trascendido con mucho su naturaleza. De otro modo, habría que rechazar como antinaturales el fuego, la agricultura, los estados, las religiones, el arte y la ciencia.

El espacio se agota, pero conviene, al discutir cuestiones como éstas, distinguir claramente entre ideología y datos firmes, y entre religión y pensamiento laico y científico. No hay que olvidar que, cuando se trata de derechos humanos y del bienestar social, es preciso recurrir a las fuentes de conocimiento más confiables. ¿O usted recurriría a creencias religiosas para enfrentar, digamos, una epidemia? Regresaremos a estos temas.

martes, 30 de marzo de 2004

El ovni marciano

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 30 de marzo de 2004

La semana pasada una noticia apareció en todas las secciones de ciencia: “Detecta la NASA objeto en el cielo de Marte”, decía, por ejemplo, el encabezado de Milenio. La BBC de Londres, un poco menos recatada, había declarado “Un ovni surca el cielo marciano”, mientras que la fuente original de la noticia, el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA tituló su nota “Es un pájaro, es un avión, es una... ¿nave espacial?”.

La fotografía en cuestión fue tomada por el robot explorador Spirit cuando observaba el cielo marciano utilizando su cámara panorámica. Se puede observar el perfil del horizonte marciano, la atmósfera levemente iluminada y ¡sorpresa!, una línea horizontal blancuzca en el cielo.

Definitivamente, un ovni. Pero antes de saltar a conclusiones apresuradas, recordemos el significado de esta sigla: Objeto Volador No Identificado. En otras palabras, decir que es un ovni sólo significa que no sabemos (todavía) de qué se trata, no que se haya comprobado es una nave espacial extraterrestre.

De hecho, los astrónomos han aventurado ya dos explicaciones: o es un meteorito, de los que caen frecuentemente en cualquier planeta, o es una antigua nave espacial cuyos restos todavía estén orbitando alrededor de Marte. La tercera opción, que sea una nave extraterrestre, se debe dejar provisionalmente de lado, como veremos en un momento.

En el primer caso, se trataría de la primera foto de un meteorito cayendo en otro planeta. En el segundo, podría tratarse de una de las siete naves abandonadas alrededor del planeta rojo, aunque, debido a su trayectoria, quedan descartadas seis de ellas: las misiones rusas Marte 2, Marte 3, Marte 5 y Fobos 2, así como las naves estadounidenses Mariner 8 y Viking 1. Queda sólo Viking 2, “cuya órbita polar se ajusta a la trayectoria norte-sur del destello”, dice el comunicado de la NASA.

Pero mientras no se tenga una respuesta definitiva, los creyentes en el “fenómeno ovni” se están seguramente deleitando con la noticia. De hecho, no han hecho tanto ruido como uno esperaría, aunque Jaime Maussán, en su página “ovnis.tv” ya presenta la fotografía, junto con otras fotos tomadas por los exploradores marcianos: una especie de arandela o rondana semienterrada en el suelo, descubierta también por Spirit, y un objeto extraño y pequeño, de unos cinco centímetros, que parece reposar sobre el suelo y quizá moverse con el viento, y que por su aspecto irregular ha recibido el nombre de “conejo” (bunny). Al parecer, la NASA no ofrece explicaciones (todavía) respecto a la “arandela”, pero se piensa que el “conejo” pueda ser un fragmento de la bolsa protectora en que aterrizó el explorador.

El pensamiento científico normalmente adopta, casi automáticamente, una postura escéptica ante este tipo de especulaciones, pero uno no puede dejar de preguntarse, ¿y si fuera verdad que hay extraterrestres?

Al respecto, déjeme platicarle, querido lector, una anécdota relatada por un amigo: estaba en el consultorio de su doctor cuando, a través de la ventana, observaron un objeto brillante en el cielo, que no parecía un avión. “Es un ovni”, dijo el médico. “En efecto, es un ovni, al menos para nosotros, pero no creo que sea una nave extraterrestre”, dijo mi amigo; “puede ser un globo meteorológico o un satélite artificial”.

El doctor no dio su brazo a torcer, y acusó a mi amigo de ser dogmático al negar la posibilidad de que se tratara de una nave construida por una civilización más avanzada que la nuestra. Mi amigo ofreció entonces el siguiente razonamiento: “Tomando en cuenta todo lo que sabemos acerca de la vastedad del universo, de las enormes distancias que separan a planetas y estrellas, y el hecho de que, hasta ahora no tengamos ninguna prueba de la existencia de otras civilizaciones en el universo; tomando en cuenta esto, y además todo lo que sabemos acerca de la gran cantidad de satélites artificiales que giran en órbitas alrededor de la tierra, de los globos y otros artefactos que surcan el cielo... tomando todo esto en cuenta, ¿qué crees tú que sea más probable? ¿Que se trate de una nave extraterrestre o de un artefacto creado por el ser humano?”

No se trata de un argumento decisivo, ni mucho menos de una prueba. Se trata sólo de sentido común. En ciencia aparece a veces en forma de la conocida regla llamada “la navaja de Occam”, en honor de su creador (o al menos su más conocido popularizador), el monje inglés Guillermo de Occam, quien vivió a finales del siglo XIII y principios del XIV. La regla afirma que hay que evitar multiplicar innecesariamente las entidades que usemos para explicar un fenómeno.

Otro nombre de esta filosa navaja es “principio de parsimonia”. Antes de pensar en explicaciones complicadas y sorprendentes, hay primero que desechar las más simples y mundanas. Puede sonar aburrido, sobre todo si lo que quiere uno es vender muchos periódicos. Pero es un principio metodológico que les ha funcionado a los científicos.

En todo caso, si no se encuentra una explicación sencilla, habrá que aceptar la posibilidad de que efectivamente se trate de algo nunca antes visto. Pero francamente, y a pesar de lo mucho que me gustaría saber que existen civilizaciones en otros planetas, yo no apostaría mucho dinero a su presencia en el cielo marciano.

martes, 23 de marzo de 2004

El día que nos salvamos del asteroide

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

Seguramente usted lo vio en las noticias: el pasado jueves 18, nuestro planeta se “salvó” de chocar contra un peligroso asteroide que por poquito nos pega. Deberíamos celebrarlo, ¿no? Podríamos decir que “volvimos a nacer”, como cuando alguien se libra de morir en algún accidente.

Pero claro, estoy exagerando... aunque hubo medios informativos que hicieron exactamente lo mismo, anunciando que el asteroide estuvo “a punto de chocar” con la tierra. E incluso los medios que no exageraron repitieron, uno tras otro, la nota difundida por las agencias noticiosas: “Un asteroide de 30 metros pasa cerca de la tierra”. ¿Es realmente importante esta noticia?

El asteroide en cuestión se llama 2004HF, pasó a 43 mil kilómetros de la tierra (mucho más cerca que la luna, que en promedio está a 384 mil kilómetros) y medía 32 metros. Puede no parecer muy grande, a menos que se tome en cuenta la velocidad con la que chocaría con nuestro planeta. 2004HF pasó volando a unos 8 kilómetros por segundo, o casi 29 mil kilómetros por hora (según informa un excelente reportaje de Arturo Barba en Reforma, 19 de marzo). Incluso después de haber sido frenada y desgastada por la fricción con nuestra atmósfera, una masa de ese tamaño habría tenido consecuencias. Aunque no sería nada comparado con aquel asteroide que, se supone, acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años, y que supuestamente medía unos 20 kilómetros de diámetro (aunque esa teoría está siendo cuestionada justo en este momento).

Pero para actuar como científicos, conviene no especular en el vacío y recurrir a datos precisos. Julia Espresate, astrónoma de la UNAM, entrevistada por Barba, nos da un punto de comparación: “el cráter de Arizona, de 1.5 kilómetros de diámetro, fue producido por un objeto de 10 metros, pero al entrar a la atmósfera debió ser más grande”, afirma.

Los astrónomos son muy conscientes del daño que un choque de asteroide podría causar. Hay ejemplos: hace casi 100 años, en 1908, uno estalló en la atmósfera sobre la región de Tunguska, Siberia. La onda de choque derribó todos los árboles en unos 200 kilómetros a la redonda (excepto los que estaban directamente debajo, que permanecieron, sorprendente pero no inexplicablemente, en pie).

Existen estimaciones del daño que puede causar un asteroide. Objetos de menos de 10 metros de diámetro y sólo unos kilos de peso simplemente se desintegran al ingresar a la atmósfera, dejando una estela brillante: las famosas estrellas fugaces. (Incluso hay “lluvias de estrellas” que se presentan cada año en fechas conocidas, cuando la órbita de la tierra cruza zonas del espacio donde hay meteoritos o sus fragmentos. Un ejemplo son las “leónidas”, que se presentan en noviembre. Es bonito pedir un deseo cuando se tiene la oportunidad de ver una estrella fugaz, aunque uno no crea en eso...)

Si un asteroide mide entre 10 y 100 metros y choca a unos 20 kilómetros por segundo, ocasionaría una explosión equivalente a 100 mil toneladas de TNT o 50 bombas atómicas como la de Hiroshima, informa Barba. Uno de mil metros tendría un millón de veces su poder explosivo, y podría destruir países enteros. Y uno de entre 1 y 5 kilómetros de diámetro podría afectar a todo el planeta, provocando un “invierno nuclear” (el oscurecimiento de la atmósfera por el polvo y cenizas levantados por la explosión), además de ondas sísmicas y marejadas. Todo ello podría provocar extinciones masivas.

El panorama suena terrible y nos hace pensar en la necesidad de llamar urgentemente a Bruce Willis... Y sin embargo, otro astrónomo, Steven Chesley, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, informa que si 2004HF se hubiera encontrado con la tierra, se habría desintegrado en la atmósfera. “Su onda de choque habría sido suficientemente fuerte como para romper ventanas”, comenta.

Y es que los datos pueden usarse de muchas maneras. Para los medios noticiosos resulta tentador presentar un panorama de posible desastre. La historia completa es, por desgracia para ellos (y por suerte para la humanidad) mucho menos emocionante.

En realidad, asteroides como 2004HF pasan cerca de nosotros aproximadamente una vez cada dos años. Sólo que no nos damos cuenta. “Este acercamiento en particular (el de 2004HF) es especial sólo en el sentido de que los astrónomos saben de él”, informan Chesley y Paul Chodas, descubridor del asteroide, en un comunicado del Programa de Objetos Cercanos a la Tierra de la NASA, creado para vigilar a los asteroides de más de un kilómetro de diámetro que se aproximen a nuestro planeta.

¿Significa esto que no debemos preocuparnos? Al menos no tanto... Se estima que la posibilidad de que ocurra un choque con un objeto como 2004HF es baja: quizá una vez cada 100 mil años. La probabilidad disminuye al aumentar el tamaño del asteroide (aunque llega a suceder, diría un dinosaurio). Debido a eso, los astrónomos del mundo están pugnando por la creación de un sistema de protección global que pueda desviar o destruir los asteroides antes de que choquen con la tierra. Se trata, desde luego, de un proyecto a largo plazo.

Quizá la moraleja es que, aunque no se puede prevenir lo desconocido, y no hay razón para entrar en pánico, resulta razonable tratar de prevenir un choque con algún asteroide, ahora que podemos saber cuando uno se acerca. Quizá sí haya trabajo para Bruce Willis, después de todo.

martes, 16 de marzo de 2004

Catástrofes

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

A Rolando, el utópico, el que queremos

Iba a comenzar esta nota diciendo que la situación de la ciencia en México es catastrófica. Pero luego sucedió la verdadera catástrofe, en Madrid, y de pronto las cosas se ven con otra perspectiva. No queda más que solidarizarse, sumarse a la exigencia de castigo para los culpables y de justicia para las víctimas, y reconocer, una vez más, que en pleno siglo XXI seguimos, como dijera algún comentarista, viviendo una especie de edad media.

Pero volvamos a la ciencia.

El 10 de marzo Milenio publicó una nota (“Dimiten miles de científicos franceses”) en la que se narra cómo, en un acto de protesta por las políticas gubernamentales que recortan dinero al sector científico. “Más de dos mil directores de laboratorios y responsables de equipos científicos franceses anunciaron su dimisión administrativa”, decía el texto, y explicaba que la protesta nació al anunciarse el bloqueo de 20 millones de euros que eran necesarios para mantener 500 contratos temporales de jóvenes investigadores.

En otras palabras, la comunidad científica francesa se une y da la lucha para conseguir apoyo de su gobierno, ante lo que percibe como una actitud equivocada. Al parecer, los científicos que dimitieron “seguirán investigando, pero bloquearán toda labor administrativa y todo contacto con las instituciones oficiales”. Han recibido amplio apoyo en forma de manifestaciones en París y otras ciudades como Estrasburgo y Nantes, con más de mil trabajadores del sector en cada una.

La comunidad científica francesa no se ha mostrado satisfecha con la oferta que, como respuesta al conflicto, ha hecho el primer ministro Jean-Pierre Raffarin, de aumentar en tres mil millones de euros la inversión en investigación entre 2005 y 2007. La percibe como “una promesa electoral de escaso valor”.

Y esto en un país que invierte actualmente el 1% de su producto interno bruto (PIB) en investigación (es el cuarto en inversión, después de Japón, Estados Unidos y Alemania). Supuestamente, Francia aumentaría progresivamente el gasto del 1% actual al 2.6% del PIB en 2006, para llegar al 3% en 2010.

Y no es que los científicos franceses sean muy ambiciosos: es que están convencidos de que la inversión en ciencia y tecnología es la mejor forma de asegurar el futuro de su país, económica y socialmente, y no permitirán que las prioridades políticas pongan en peligro ese futuro.

En doloroso contraste, en nuestro país el gasto en ciencia y tecnología no alcanza siquiera el 0.5% del PIB, que es lo que recomendara la UNESCO para 1980 (la recomendación de alcanzar un 1% para el año 2000 es simplemente utópica), según afirma en entrevista (El Financiero, 10 de marzo) Feliciano Sánchez Sinencio, nuevo director del Centro Latinoamericano de Física, en Río de Janeiro, y ex-director del Centro de Investigación y Estudios Avanzados del IPN.

Sánchez Sinencio se lamenta del bajo apoyo que la ciencia –pese a las continuas promesas de los gobernantes en turno– recibe en México. Según las recomendaciones de la UNESCO, tendría que haber el doble de los 10 mil científicos que actualmente tenemos. ¿Cómo lograr esto si los presupuestos disminuyen, las plazas se congelan y los proyectos se cancelan?

“Al contrario de lo que se piensa”, dice Sinencio, “es un momento en que necesitamos más gente y centros de investigación. La situación es preocupante porque no conseguimos consolidar el camino. Sin embargo, no debemos parar. Es momento de proponer proyectos”.

Sin embargo, y ante esta situación, la comunidad científica mexicana no protesta ni sale a la calle a manifestarse. Ni esperanzas de que asumiera la actitud beligerante de sus colegas franceses (y tampoco de que, en caso de hacerlo, se les  hiciera caso). ¿Qué hacer?

Quizá parte de la solución está en lo que propone Sinencio: “aumentar el nivel de concientización en la importancia que tienen ciencia y tecnología para alcanzar lo más rápidamente posible el desarrollo”, sugiere. Ante el “extendido analfabetismo científico y tecnológico”, él propone que “nuestros niños deberían explicar, por lo mínimo, cómo funciona un radio, el televisor, un refrigerador, conocer los nombres de los árboles, identificar a los pájaros”. Esto nos permitiría acercarnos a los brasileños, cuyo desarrollo en ciencia y tecnología va muy por delante del nuestro: “ellos tienen, por ejemplo, fábricas de aviones”, dice Sinencio. “Eso no se consigue si no se entiende, primero, cómo funciona un avión y cómo se construye. Pelean por mercados”. ¿Algún día será posible eso para México?

En su necesario libro Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997) otro destacado investigador del CINVESTAV, Marcelino Cereijido, explica cómo el atraso científico de Latinoamérica es consecuencia de toda una cultura, una visión del mundo, en la que en vez de buscar soluciones nos conformamos con esperar respuestas. Se queja del peligro de caer, en una época en que la ciencia es vista más como amenaza que como fuente de soluciones para problemas apremiantes, en un “oscurantismo democrático”, en el que la opinión de una mayoría poco ilustrada científicamente (Sánchez Sinencio usa el término “poco alfabetizada”) pueda bloquear el avance de la ciencia y la técnica.

¿Será que el oscurantismo ya está aquí, no sólo en el terrorismo que ensombreció a Europa, sino en la apatía y falta de apoyo para la cultura (incluyendo, por supuesto, la cultura científica) en nuestros países? Esperemos que no.

martes, 9 de marzo de 2004

Exorcismos

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 9 de marzo de 2004

Hace unos días apareció una noticia intrigante: “Crean en Querétaro ministerio de exorcistas”, rezaba el encabezado. Todavía hoy hay amigos que no me acaban de creer que sea cierto.

En pocas palabras, la nota, publicada en El Financiero (1º de marzo) explicaba que la Diócesis de Querétaro tomó la decisión de instalar en la ciudad de Querétaro el ministerio debido a que, en palabras del obispo Mario de Gasperín, “ha aumentado el número de personas que presentan fenómenos relacionados con alguna influencia del demonio”. El ministerio también servirá para intentar “resolver los problemas de las personas que sufren de algún maleficio”.

¿Qué tiene que hacer en una columna dedicada a la ciencia un comentario sobre este curioso suceso?, podría usted preguntar. La observación es justa: después de todo, hay que “dar a dios lo que es de dios”, etcétera. Todo mundo tiene derecho a sus creencias y, como veremos más adelante, también los científicos parten de creencias para justificar su labor.

Lo que me interesa destacar en este caso son, precisamente, las diferencias entre el pensamiento religioso y el científico. Como queda claro, las autoridades de la iglesia católica realmente creen que existen personas que están “poseídas” o influenciadas por entidades sobrenaturales (¿demonios?). También creen que, mediante un ritual practicado de manera correcta por personal calificado, tales entidades pueden ser forzadas a abandonar el cuerpo de la víctima.

No es tan descabellado: después de todo, se parece mucho a lo que uno hace cuando su computadora es “infectada” por un “virus” informático: llamar a un experto que realiza una especie de ritual, con el resultado de que la “víctima” queda libre de la entidad malévola que la poseía.

Pero hay una diferencia: poseemos pruebas objetivas de que los virus informáticos existen: podemos verlos (analizar las líneas de código que los constituyen), podemos controlarlos e incluso podemos fabricarlos (que es, en primer lugar, la causa de todo el problema). En cambio, nadie ha podido probar de modo satisfactorio, hasta ahora, la existencia de espíritus.

De modo que la iglesia cree en espíritus malignos. También en benignos, desde luego. Esto no tiene nada de sorprendente, aun en pleno siglo XXI. La creencia en un dios (o varios) implica aceptar que existen seres sobrenaturales que pueden influir, en mayor o menor medida, en los eventos del mundo que nos rodea, e incluso son la razón de nuestra existencia y de la de todo el universo.

Veamos, en contraste, los fundamentos de la visión científica del mundo. Parte también, aunque es algo que normalmente no se dice, de algunas creencias que se aceptan por fe. Una es la de que el mundo existe realmente, y no es un producto de nuestra imaginación (en un mundo tipo Matrix la ciencia no tiene mucho sentido). Otra es la de que en él existen regularidades que podemos descubrir: el universo no se comporta caprichosamente. Pero la más importante es, quizá, la que el científico y filósofo francés Jaques Monod, uno de los padres de la biología molecular, llamó en su libro El azar y la necesidad el “principio de objetividad”: la creencia, “por siempre indemostrable”, de que no existe un propósito en el universo.

Dicho de otro modo, la ciencia tiene, ante todo, una visión naturalista del mundo, en la que no hay lugar para seres sobrenaturales. ¿Por qué? Porque no busca sólo justificar las cosas, sino entenderlas. Decir que algo es como es porque dios así lo quiso no explica nada; sólo nos da una respuesta de tipo mágico que se puede creer o no, pero no entender.

De modo que, en conclusión, la noticia de que la iglesia católica vaya a establecer un ministerio de exorcismos en Querétaro, en pleno año 2004, no es extraordinario, aunque sí llama la atención. Muestra la supervivencia de antiguas creencias en lo sobrenatural. Entre las diversas e importantes funciones que puede cumplir la religión –cohesión social, guía, consuelo para afligidos, y tantas otras–, quizá la de realizar exorcismos sea de las que menos utilidad pueden tener hoy en día.

Lo importante es recordar que la iglesia, y todas las religiones, se basan en un pensamiento mágico, en la creencia en entidades y fenómenos sobrenaturales, que van más allá de las explicaciones que nos pueden dar las ciencias naturales. Hoy, en tiempos en que la iglesia, por boca del papa Juan Pablo II, está pidiendo tener una mayor participación en los medios de comunicación nacionales y, más importante, en la enseñanza escolar, hay que reflexionar qué tan pertinente puede ser el pensamiento mágico para buscar soluciones a los diversos problemas prácticos que enfrentan continuamente nuestras sociedades –hambre, pobreza, injusticia, enfermedades– o, por el contrario, aplicar el pensamiento naturalista que caracteriza a la ciencia. Creo que la efectividad de cada método ha quedado ampliamente demostrada a lo largo de la historia (por otro lado, y afortunadamente, nuestro artículo 3º constitucional exige que la educación pública sea laica y se base “en los resultados del progreso científico”).

Aún así, sospecho que los exorcistas calificados que egresen del nuevo seminario no carecerán de trabajo, tomando en cuenta los demonios que últimamente andan sueltos en nuestro país. Lo cual es resultado, quién lo fuera a decir, de minúsculas cámaras que, ocultas en la ropa, permiten grabar videos para chamaquear a políticos desprevenidos. ¡Ironías de la tecnología!

martes, 2 de marzo de 2004

¿Vale la pena Marte?

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 2 de marzo de 2004

Hace unas semanas, ante el anuncio del presidente George Bush de que la exploración y eventual viaje a Marte formaban parte de los planes de desarrollo espacial estadounidense, circuló en internet una ingeniosa fotografía en que varios “marcianos” protestaban, sobre un típico paisaje del planeta rojo, contra la invasión gringa, con carteles de “Yanqui go home”.

Más allá de bromas, el tema de si es conveniente viajar a Marte y si, una vez logrado esto, conviene establecer allá comunidades, es delicada. Y aún más la cuestión de quién tiene derecho a hacerlo: finalmente, quizá lo que está en juego es quién sería el “dueño” de Marte.

Pero hay varios puntos que hay que considerar antes de lanzarse a la calle a protestar por el expansionismo imperial de nuestros vecinos. En primer lugar, están las limitaciones tecnológicas; en segundo, las ventajas que tal proyecto podría traer, y finalmente, el contexto en el que se están haciendo afirmaciones como las de Bush.

Para viajar a Marte habría que resolver problemas como el de transportar en forma segura a una tripulación humana. Después de todo, se trata de un viaje largo, y los problemas que los astronautas enfrentarían van desde la posibilidad de una falla técnica hasta el desarrollo de situaciones emocionales complicadas, producidas por el largo encierro dentro de una nave necesariamente pequeña.

Una vez en su destino, la tripulación tendría que garantizar su subsistencia. El hallazgo de agua en Marte es el dato que ha permitido que un viaje humano a ese planeta se vuelva digno de discusión: el establecimiento de una base en ausencia del líquido vital es imposible, y el costo de transportar agua sería prohibitivo. Además, a partir del agua se puede obtener oxígeno, que no es especialmente abundante en Marte.

Quizá el mejor ejemplo al pensar en la exploración de Marte es la llamada “conquista” de la luna. Iniciada en los años sesenta, esta importante empresa quedó reducida una serie de viajes que sirvieron para explorar brevemente nuestro satélite. Nunca se llegó a establecer una base lunar, debido en parte a la falta de agua y de una atmósfera –con las que sí cuenta Marte–, además del altísimo costo de cada viaje. Frente a esta experiencia, ¿qué tan realista será pensar en colonizar Marte?

Por otro lado, los viajes a la luna requirieron del desarrollo de una tecnología avanzada que derivó en una serie de beneficios para la sociedad. Nuevos aparatos electrónicos, fibras textiles, materiales, alimentos, compuestos químicos (como las famosas sustancias que atrapan el agua en los pañales) y diversas tecnologías que hoy son de uso común fueron desarrolladas originalmente como parte del programa espacial. El envío de una o varias misiones a Marte motivaría igualmente avances tecnológicos que, tarde o temprano, elevarán la calidad de vida del ciudadano medio.

Otro punto a considerar desde un punto de vista económico es la pertinencia de viajar a Marte. José Saramago, entre otros, ha declarado que considera “inmoral” gastar dinero en un proyecto de esa envergadura cuando hay hambre y guerra en este planeta. Aunque desde cierto punto de vista no le falta razón, su visión ignora la importancia del avance tecnocientífico para la sociedad. No sólo por la “derrama” tecnológica que estos proyectos invariablemente producen, como hemos mencionado. También porque hay otros problemas humanos. Hambre y guerra son importantes, pero también la supervivencia humana. Este planeta tiene un límite, y es inevitable que nuestra especie busque otros espacios para continuar su expansión. Esta visión, defendida por los escritores de ciencia ficción de la “era dorada”, como Isaac Asimov, quizá hoy suene romántica, pero no es descabellada. Pensemos en el aumento de la población, la disminución de los recursos, el deterioro de la capa de ozono, la contaminación... ¿no sería útil contar con un segundo planeta en que pudiera continuarse el desarrollo con menos limitaciones, liberando así a la tierra de una demanda excesiva?

Pero, finalmente, quizá todo este alboroto quizá sea prematuro. Después de todo, la idea de un simple viaje tripulado a Marte es todavía un sueño (aunque ya no tan lejano, luego de las recientes misiones robóticas). En realidad, la versión más probable es que se trate de un recurso de Bush para ganar votantes y reelegirse (lo cual, de suceder, sería un precio demasiado alto que pagar, incluso a cambio de la conquista de Marte).

Pero no cerremos esta nota con tono pesimista. Al final de su famosa (y hermosísima) novela Las crónicas marcianas (lectura a la cual siempre conviene regresar), escrita en los años cuarenta del siglo pasado, cuando la conquista del espacio todavía era un sueño imbuido de espíritu progresista y romántico, Ray Bradbury describe lo que siente una familia recién mudada a ese planeta de superficies rojizas y polvorientas. Quizá un día, más allá de intereses políticos y económicos y de limitaciones tecnológicas, la escena se vuelva realidad: “Siempre quise ver un marciano, dijo Michael. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste. Ahí están, dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal. Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció. Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”

martes, 24 de febrero de 2004

Agujeros negros y ciencia básica

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 24 de febrero de 2004

Pocas cosas como el universo”, dice la famosa frase de Augusto Monterroso. Parafraseándolo, aunque con menos gracia, podríamos decir que hay pocas cosas en el universo tan interesantes como un agujero negro. Quizá sean los objetos más fascinantes que existen. (Aunque yo pondría también en la lista de maravillas del universo a una célula viva, con toda su asombrosa complejidad, y al cerebro humano, esa masa de tejido blando capaz de dar sustento a nuestra existencia consciente. Sólo que como a los cerebros y a las células los vemos todos los días, no nos parecen tan maravillosos.)

Recuerdo cómo me deslumbré cuando, en los años setenta, me enteré de la existencia de los agujeros negros: antiguas estrellas que, vencidas por el peso de su propia gravedad, y no pudiéndola contrarrestar más al haber agotado el combustible termonuclear que las mantenía brillando, se “derrumban” hacia dentro. Al hacerlo, van entrando en un círculo vicioso que las hace caer cada vez más al interior de sí mismas (como cuando una persona deprimida se va ensimismando cada vez más, hasta llegar al suicidio).

Como la fuerza de gravedad depende de la masa, y la masa de un futuro agujero negro se va concentrando en un volumen cada vez más pequeño, llega un momento en que la gravedad es tan intensa que nada, ni la luz, puede escapar de ella. Como el ángel Luzbel, transformado de ser luminoso en príncipe de las tinieblas, la estrella colapsada y comprimida se transforma en un vórtice de oscuridad que se traga toda la materia (y energía) que encuentre a su alcance, a la vez que distorsiona la estructura misma del espacio (y del tiempo: desde Einstein sabemos que están indisolublemente ligados).

Pues bien: seguramente la semana pasada usted leyó o escuchó la noticia de que dos satélites observaron, por primera vez, la forma en que un agujero negro “devoró” a una estrella (el encabezado del diario Reforma, curiosamente, hacía dudar quién se comió a quien: “Devora estrella un hoyo negro”). Los telescopios orbitales de rayos X Chandra, de la NASA, y XMM-Newton, de la Agencia Espacial Europea, detectaron la fuerte emisión de rayos X que se produjo cuando una estrella aproximadamente diez millones de veces más grande que nuestro sol fue atrapada por el campo gravitacional de un agujero negro cerca del centro de la galaxia RXJ1242-11, en la constelación de Virgo (“entró en el barrio equivocado”, afirmó la astrónoma Stefanie Komossa, del Instituto Max Planck de Física Extraterrestre, líder del equipo que detectó el fenómeno).

En realidad, el agujero negro no “devoró” a la estrella, sino que sólo le arrancó un pedazo (aproximadamente un uno por ciento de su masa, a la vez que la despedazaba y arrojaba sus fragmentos al espacio circundante... parece que, al igual que en los ataques de tiburones, las noticias relacionadas con los agujeros negros tienden a exagerarse).

De cualquier modo, la noticia es importante porque, hasta ahora, no se había detectado claramente este fenómeno, a pesar de que se había predicho teóricamente desde hace mucho. De hecho, la manera en que se han detectado muchos posibles agujeros negros –como el que hay en el centro de nuestra galaxia– no es viéndolos (son invisibles, pues la luz no puede escapar de ellos), sino detectando los rayos X que emite la materia acelerada a grandes velocidades al momento de ser engullida por uno de ellos.

Claro, usted podría pensar, “¿y a mí qué me importa que haya agujeros negros devoradores de estrellas?”. Después de todo, aquí en la tierra tenemos problemas mucho más cercanos de qué ocuparnos: guerras, enfermedades, desempleo…

Otras noticias científicas recientes parecen estar también relacionadas con asuntos espaciales que no parecen tener mayor relevancia en la práctica: el hallazgo de la galaxia más lejana conocida, o la posibilidad de que el final del universo no vaya a ser un horroroso “gran desgarrón” (big rip) que habían predicho recientemente algunos astrofísicos (gracias a que la misteriosa “energía oscura” que impulsa la expansión del universo es muy cercana a la “constante cosmológica” predicha por Einstein).

No es casualidad: los astrónomos de Estados Unidos, y de todo el mundo, están haciendo un esfuerzo por llamar la atención del público y de sus gobiernos para evitar que la inversión en ciencia básica –como la astronomía– disminuya drásticamente.

Como siempre en tiempos de crisis, se están haciendo recortes en el gasto en ciencia. En nuestro país vecino del norte, se ha anunciado la posibilidad de dejar que el famoso telescopio Hubble se deteriore y envejezca hasta dejar de funcionar, pues se han suspendido los vuelos del transbordador espacial, que le daban mantenimiento.

¿Es grave esto? Sí, si recordamos que, aparte del asombro que nos proporcionan -un asombro y un valor estético comparable al de las artes (otro de los rubros favoritos para los recortes gubernamentales)-, los descubrimientos astronómicos –y en general todo descubrimiento científico– tienen siempre, directa o indirectamente, aplicaciones prácticas. Muchas veces insospechadas, pero siempre importantísimas.

Uno de los problemas con funcionarios y gobernantes es que no entienden cómo funciona la ciencia. Más que distinguir entre ciencia “básica” y “aplicada” hay que buscar ciencia bien hecha, que es la que nos proporciona conocimiento sobre la naturaleza y nos permite entenderla y controlarla. Además de mostrarnos nuestra posición en el universo. ¿O será que eso ya tampoco es importante?

martes, 17 de febrero de 2004

Clonación terapéutica: tonos de gris

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 17 de febrero de 2004

“La herejía conocida como maniqueísmo, iniciada por el pensador persa Manes en el siglo III, admitía dos principios creadores, uno para el bien y otro para el mal”, nos informa el diccionario de la Real Academia. Por ello, hoy la palabra se usa para denominar la “tendencia a interpretar la realidad sobre la base de una valoración dicotómica”, es decir, en términos de negro o blanco, bueno o malo, todo o nada (“dicotomía” significa “partir en dos”).

Pero casi nada en esta vida cae dentro de un esquema tan burdo. Incluso dicotomías tan “claras” como vivo/muerto, hombre/mujer, consciente/inconsciente, heterosexual/homosexual pueden ser “relativizadas”, es decir, ampliadas a una gama en la que entre los dos extremos caben todos los tonos de gris.

Pareciera que el cerebro humano esta hecho para, inicialmente, reducir cualquier problema nuevo a una dicotomía. Es sólo después, cuando ha habido tiempo de obtener más datos y reflexionar, que lo que inicialmente parecía una cuestión de “sí o no” se convierte en un abanico de posibilidades. Lo cual tiene un gran inconveniente: hace que tomar decisiones o hacer juicios sea más complicado. Nada más desesperante que, ante una pregunta de “sí o no”, responder con un “depende”.

Y decir “depende” es precisamente la especialidad de los científicos (y los filósofos). Hoy, nuevamente, las noticias nos ponen frente a una cuestión que parece exigir que se tome partido inmediatamente: ¿está usted a favor o en contra de la clonación terapéutica?

Esa es una forma de expresarlo. Otra sería: ¿está usted o no de acuerdo en que la clonación terapéutica, con fines de investigación, es comparable “con lo que trataron de hacer los nazis en los campos de concentración de la segunda guerra mundial”? (como lo afirmó Elio Sgrecia, asesor en bioética del papa Juan Pablo II).

La noticia, que comenzó a circular el 12 de febrero, es esencialmente que un grupo de 15 investigadores, encabezados por Woo Suk Hwang, de la Universidad Nacional de Seúl, publicaron en la prestigiada revista Science un artículo titulado “Evidencia de una línea celular precursora embrionaria humana derivada de un blastocisto clonado”. La frase final del artículo resume su trabajo: “Este estudio muestra la viabilidad de generar células precursoras embrionarias humanas a partir de una célula somática [corporal] aislada de una persona viva”.

Los investigadores coreanos utilizaron la técnica de transferencia nuclear (la que se usó para clonar a la oveja Dolly), para obtener células pluripotenciales humanas. La transferencia nuclear consiste en tomar el núcleo de una célula de un organismo e introducirlo en un óvulo sin fecundar, el cual comienza a dividirse para producir un gemelo del organismo original. Lo que Hwang y sus colaboradores hicieron fue esperar a que el embrión clonado llegara a la fase de blastocisto (Arnoldo Kraus, en La Jornada, explica que se trata de un embrión de 100-150 células y que mide menos de una décima de milímetro) para tomar algunas células y cultivarlas.

Dichas células tienen todavía, debido a la temprana etapa de desarrollo en la que se hallaba el embrión del que se tomaron, la capacidad de dar origen a una gran cantidad de tejidos del cuerpo humano. De ahí su nombre.

¿Se imagina usted que un paciente inmovilizado por daño en la médula espinal pudiera volver a moverse? La terapia con células precursoras pluripotenciales (también llamadas madre o troncales) podría permitirlo, pues usándolas el nervio podría repararse a sí mismo. La idea podría también aplicarse a cualquier otro tejido, y quizá a males como la diabetes, el de Alzheimer o el de Parkinson (como el que sufre el papa... quizá monseñor Sgrecia piense que curar a su jefe sería un crimen digno de los nazis).

La principal ventaja de la clonación de células pluripotenciales para terapia (la llamada clonación terapéutica, para distinguirla de la reproductiva, en que el óvulo clonado se desarrolla hasta ser un bebé) es que las células serían genética y físicamente idénticas a las del paciente. Esto evitaría los graves problemas de rechazo como los que se presentan en los transplantes.

La terapia con células precursoras está todavía muy lejos de poderse llevar a la práctica. Es precisamente por eso que el equipo de Hwang realizó su trabajo: para contar con una línea cultivada en laboratorio de células precursoras humanas con la cual poder realizar investigación que un día nos permita disfrutar los beneficios de la clonación terapéutica.

Desgraciada, aunque no sorprendentemente, se han levantado ya todo tipo de voces escandalizadas que ven en el trabajo de Hwang una afrenta a la condición humana y piensan que se trata sólo del primer paso para lograr la clonación de seres humanos (“¿para qué?”, se pregunta cualquier persona sensata). La clonación se ve como algo absolutamente maligno e inaceptable. La “destrucción” de un blastocisto se equipara al asesinato de un ser humano. El presidente George Bush, frente a las protestas de los científicos de su país, que ver cómo se les adelantan sus competidores en Corea mientras ellos tienen prohibido experimentar con tejido embrionario humano, ha declarado que intentará lograr la “prohibición global y efectiva de la clonación humana” (incluyendo la terapéutica).

¿No será que, al equiparar en forma dogmática embriones con seres humanos, clonación terapéutica con reproductiva, e investigación con asesinato, los opositores a ultranza de este tipo de investigación están paradójicamente, al defender su fe, cayendo en la herejía del maniqueísmo?

martes, 10 de febrero de 2004

Las plantas: destructoras del agua

Milenio Diario, 10 de febrero de 2004

¿Se ha puesto usted a pensar que las plantas son quizá las principales destructoras de agua que hay en la naturaleza? Una curiosa noticia científica publicada la semana pasada (“Las plantas revelan su secreto para partir el agua”, reza el encabezado de la agencia Reuters) nos recuerda este hecho.

En efecto: durante las complicadas reacciones químicas de la fotosíntesis, las plantas utilizan la energía de la luz solar para fabricar moléculas llamadas azúcares (o carbohidratos), y al hacerlo desintegran moléculas de agua, partiéndolas en hidrógeno y oxígeno.

Y no sólo eso: las plantas también liberan a la atmósfera, como producto secundario de la fotosíntesis, un gas venenoso y profundamente reactivo: el oxígeno. De hecho, cuando las plantas –o sus ancestros– comenzaron a proliferar, hace millones de años, produjeron tanto oxígeno que la composición de la atmósfera cambió drásticamente, acabando con muchas especies incapaces de resistir tanto veneno. (El gran éxito de la fotosíntesis se debió a que permitía a las especies que la dominaban fabricar sus propios alimentos, a diferencia de la mayoría de los seres vivos hasta entonces, que se conformaban con vivir de las moléculas que ya existían por ahí, en la “sopa primitiva” en la que se originó la vida).

Los cambios son molestos al principio, pero luego uno se acostumbra. Una vez que los organismos sensibles al oxígeno casi desaparecieron (hoy sólo quedan algunas especies de bacterias, como las que causan el botulismo o el tétanos), la mayor parte de los seres vivos que sobrevivieron (y sus descendientes, como nosotros), y que no podemos fabricar nuestros propios alimentos por fotosíntesis, llegamos a depender precisamente de las plantas para obtenerlos. (La excepción, otra vez, son algunas bacterias, que pueden fabricar sus propios alimentos usando solamente reacciones químicas, en vez de la luz solar, como fuente de energía. Las bacterias son mucho más adaptables e ingeniosas que los demás seres vivos, y no es extraño: son también los habitantes más antiguos de nuestro planeta.)

Gracias a los estudios de varias generaciones de bioquímicos, algunos de los detalles de la fotosíntesis se conocen hoy muy bien, pero hay otros que siguen siendo misteriosos. Quizá recuerde usted que la fotosíntesis se lleva a cabo dentro de unas estructuras microscópicas dentro de las células vegetales llamadas cloroplastos. Dentro de ellos hay pequeñas torrecillas formadas por bolsitas membranosas llamadas tilacoides. Incrustadas en las paredes de estos tilacoides hay proteínas especiales, que son las encargadas de realizar la fotosíntesis.

Algunas de estas proteínas captan la luz solar, gracias a que cuentan con la famosa clorofila, sustancia responsable del color verde de las plantas. La energía de la luz, que viene en forma de fotones, sirve para desprender un electrón –esas partículas que giran alrededor del núcleo de los átomos– de la clorofila, que luego comienza a brincar de una molécula a otra en la membrana del tilacoide.

Pero la fotosíntesis es un proceso muy complejo. Su fórmula general es la siguiente: seis moléculas de agua y seis de dióxido de carbono se combinan para producir una molécula del azúcar glucosa y tres de oxígeno. Conforme la luz proporciona la energía para impulsar las reacciones, otras proteínas en la membrana del tilacoide la utilizan para tomar moléculas de dióxido de carbono y unirlas para formar glucosa. Otras proteínas toman el agua y le quitan sus hidrógenos, liberando el oxígeno sobrante a la atmósfera (por suerte para todos los seres vivos que respiramos este gas).

La noticia que mencionaba al principio, publicada la semana pasada, se refiere a un artículo publicada en la prestigiosa revista científica Science –una de las dos más importantes del mundo. En él científicos del Colegio Imperial de Londres y de la Corporación de Ciencia y Tecnología de Japón describen la estructura detallada precisamente de la molécula que permite a las plantas separar el oxígeno y el hidrógeno del agua durante la fotosíntesis.

Ya se sabía que esta máquina de romper agua estaba dentro de la proteína llamada fotosistema II (los nombres bioquímicos no suelen ser muy inspirados). También se sabía que en ella había cuatro átomos del metal manganeso, junto con uno de calcio (entre muchos otros componentes).

Pero la labor de los bioquímicos es descubrir exactamente cómo funcionan las cosas. Al igual que un ingeniero al enfrentarse a una máquina diseñada por un rival, quieren entender todas sus partes y cómo están armadas, para poder así entender cómo funciona (y quizá poderlo copiar o mejorar). Así que lo que hicieron fue tomarle una foto a nivel atómico, usando rayos X.

La manera precisa en que el fotosistema II rompe la molécula de agua sigue siendo un misterio, pero gracias a que hoy se conoce su estructura detallada, se pueden plantear ya hipótesis de cómo lo logra.

¿Y esto para qué sirve, se preguntará usted? En primer lugar, para entender la naturaleza. Después de todo, la fotosíntesis es lo que permite la existencia de la mayor parte de los seres vivos. Pero hay más: una de las mejores alternativas para luchar contra la contaminación es utilizar la combustión del hidrógeno, que al “quemarse” con oxígeno produce… ¡agua! El problema es que producir hidrógeno es todavía muy caro. Quizá el mecanismo de la fotosíntesis permita, un día, fabricar hidrógeno barato y tener por fin una economía que en vez de quemar petróleo se base en el hidrógeno.