martes, 15 de junio de 2004

Qwerty: Una historia de amor

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2004

Las historias de amor, ficticias o reales, comienzan más o menos de la misma manera. Un chico conoce a una chica (o una mujer madura a un joven, o un chico a otro chico; las convenciones, afortunadamente, son cada vez más transgredibles).

Viene entonces el enamoramiento, esa etapa fuera de la realidad en que, como dice Erich Fromm, caen súbitamente las barreras que dividen a dos seres. Se vive entonces el encantamiento y se idealiza no sólo al ser amado, sino a la vida misma.

La diferencia entre los amores ficticios y los reales es que muchos de los primeros finalizan ahí, en el “y vivieron felices para siempre”. Muchos amores reales terminan también, durante o después del enamoramiento. Pero otros, a pesar de la tendencia actual al divorcio, a pesar de las omnipresentes infidelidades, suelen perdurar años y décadas.

Y aquí aparece una de las paradojas del amor maduro, también muy explorada, por cierto, en la ficción moderna de escritores como Almudena Grandes, Javier Marías, Jaime Bayly o Lucía Etxebarria, por nombrar algunos de mis favoritos más recientes. ¿Por qué a veces preferimos un amor antiguo que uno nuevo, aunque a veces parezca más atractivo? ¿Por qué un hombre maduro –digamos– que tiene una amante más joven y guapa que su esposa, con la que vive un nuevo enamoramiento, no se atreve a dejar a ésta y vivir el nuevo romance en forma total? Se me ocurre que en muchas ocasiones la respuesta no es simplemente un egoísmo cómodo, que prefiere seguir con la esposa abnegada y servicial mientras disfruta de la pasión de la joven amante. Quizá a veces es cierta la versión que da el esposo infiel: que después de todo, después de tantos años, hay algo mucho más sólido y profundo que lo une a la esposa que cualquier atracción que pudiera jalarlo hacia la amante.

Esta versión tiene su lógica: el amor maduro que se construye a lo largo de años conlleva algo que ningún enamoramiento, que por definición es algo nuevo, puede tener: una historia. Una larga cadena de momentos compartidos, de eventos construidos en pareja, que van cementando y cimentando una unión más allá de lo que la belleza corporal o la pasión sexual puedan lograr.

Quizá lo que puede mantener a una pareja a lo largo de tantos años y a pesar del paso del tiempo, del envejecimiento e incluso de las infidelidades no sea tanto el amor o la conveniencia racional, sino la historia compartida.

Curiosamente, en el mundo de la evolución existe algo muy similar: el llamado “fenómeno qwerty”, que explica por qué a veces las especies biológicas presentan características que no parecen mejorar su adaptación al medio, y a veces incluso la estorban, pero que tienen su explicación en la historia de esa especie.

La palabra qwerty se refiere a las primeras cinco letras que aparecen, desde la esquina superior izquierda, en el teclado de cualquier máquina de escribir (o computadora). ¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué las letras aparecen precisamente en las posiciones que tienen?

Una respuesta lógica sería que fueron colocadas ahí para permitir que los dedos las alcancen en forma cómoda y ágil y facilitar así la escritura. Si usted pensó esto, se equivoca. En realidad, las teclas se acomodaron así precisamente para impedir que los dedos pudieran alcanzarlas con demasiada facilidad. Esto se debe a que las antiguas máquinas de escribir solían atascarse cuando el mecanógrafo oprimía dos teclas demasiado deprisa. Seguramente a usted, si llegó a escribir con una máquina mecánica, le haya pasado. Pero desde luego, hoy que contamos con máquinas eléctricas de “bolita” o con computadoras electrónicas, la necesidad de frenar la velocidad de tecleado ha desaparecido. De hecho, existen distribuciones del teclado más cómodas, como el teclado Dvorak, que permiten mecanografiar con mucha mayor velocidad que el teclado qwerty.

Y sin embargo, resulta prácticamente imposible cambiar los teclados de las computadoras, pues todo mundo estamos acostumbrados, tras años de uso, a la distribución qwerty tradicional. Cambiar el estándar tendría un costo irrazonable. El teclado qwerty es un ejemplo de solución no óptima a un problema que se explica no por razones racionales, sino históricas.

En biología, el fenómeno qwerty explica la presencia de características poco adaptativas de los organismos que, sin embargo, pueden entenderse como resultado de su historia evolutiva: están ahí porque estaban presentes en los antepasados del organismo, y no se han eliminado porque, por razones históricas (es decir, evolutivas: la evolución es historia), resulta imposible hacerlo. Algunos ejemplos son el apéndice en los humanos, que aparentemente sólo sirve para infectarse gravemente de vez en cuando, o el pobre diseño de nuestros ojos, en que las fibras nerviosas pasan por delante de la retina, estorbando la visión y facilitando el desprendimiento de esta membrana, en vez de pasar por detrás, como en los ojos de los pulpos. Los humanos descendemos de animales que tenían apéndice y ojos mal diseñados.

En amores como en evolución, a veces es la historia la que decide con qué nos quedamos. Y quizá, pensándolo bien, eso sea lo mejor.

martes, 8 de junio de 2004

Comunicar la ciencia: visiones desde Barcelona

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 6 de junio de 2004

Leer el periódico es un acto tan cotidiano –al menos para quienes lo leemos a diario– que muchas veces no nos detenemos a pensar en su significado. En particular, leer noticias de ciencia (o columnas de opinión sobre ciencia, como ésta) en un periódico puede no parecer nada especial… hasta que uno se detiene un poco a pensar en ello.

La labor de periodismo científico, y la más general que hoy se denomina “comunicación pública de la ciencia”, tiene una larga tradición que se remonta al menos hasta la época de Galileo, el primer científico que publicó sus trabajos no en latín, el idioma de los eruditos, sino en el italiano común que cualquier lector pudiera entender (aunque hay que tomar en cuenta que entonces, mucho más que hoy, saber leer era ya pertenecer a una élite). Más tarde, durante la Ilustración, la labor de enciclopedistas y divulgadores de toda clase floreció. En los salones de las damas elegantes de París se puso de moda estar enterado de los últimos avances del “newtonianismo”, por ejemplo. Y en la Nueva España existieron grandes divulgadores como José Ignacio Bartolache y José Antonio Alzate, considerados los padres de la divulgación científica mexicana.

Aun así, con toda esta tradición, hasta hace poco no era común ver en la prensa mexicana notas relacionadas con la ciencia. Quienes nos dedicamos a esta labor hemos llegado a hacerlo por rumbos más bien fortuitos, abriendo brecha, pues no había manera de obtener una capacitación formal en periodismo científico. Sin embargo, las cosas han cambiado. Hoy no sólo existen ya cursos, diplomados e incluso posgrados en comunicación de la ciencia en nuestro país, sino que hay también una comunidad creciente de comunicadores de la ciencia que van logrando que la actividad se profesionalice cada día más. Pero no sólo eso: aunque pueda sonar raro, existen cada día más profesionales de la comunicación científica que se reúnen, principalmente en congresos, para reflexionar, discutir y analizar la mejor manera de realizar su labor. Desde luego, esto no ocurre sólo en México: en otros países también se está dando un florecimiento de la comunicación de la ciencia como actividad profesional. Se realizan regularmente congresos, tanto nacionales como internacionales, sobre el tema. En México se han realizado 12 congresos nacionales de divulgación científica, y está por comenzar el decimotercero. Y a nivel global existen ya varias redes que organizan reuniones de este tipo.

Todo lo anterior viene a cuento porque precisamente en el momento que redacto estas líneas me encuentro en la ciudad de Barcelona, donde acaba de terminar la octava reunión de la Red de Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología. En ella, en el marco de los Diálogos del Fórum Barcelona 2004, un interesante evento multicultural y multidisciplinario que se está llevando a cabo en esta ciudad, se discutió sobre los diversos aspectos de la comunicación de la ciencia, su importancia y los problemas y retos que enfrenta en todo el mundo.

Y al decir “todo el mundo” me refiero literalmente a eso: hasta donde llegué a contabilizar, en el congreso se encontraban presentes delegados de Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Colombia, Corea, España, Estados Unidos, Francia, India, México (por supuesto, y con una delegación bastante numerosa), Nepal, Nueva Zelanda, Perú, el Reino Unido, Sudáfrica, Tailandia y Uruguay (me faltaron algunos, pues los organizadores hablaban de la presencia de 36 países).

El tema del congreso fue la diversidad cultural, y los comunicadores asistentes tuvimos oportunidad de experimentar en carne propia el significado de tal diversidad. Para empezar, por los problemas con el idioma (aunque casi todo mundo hablaba inglés, hay una gran diferencia entre el inglés hablado por un catalán, un gallego, un francés, un chino o un alemán...).

Entre los principales temas que se discutieron destacaron los problemas que se enfrentan al tratar de presentar la ciencia al ciudadano común en culturas tan diversas como la de un país europeo de primer mundo, un país africano o uno latinoamericano o asiático. No sólo el idioma, la cultura y las tradiciones son radicalmente distintas, sino también las necesidades. Porque, y en eso coincidieron en gran medida los asistentes, la comunicación de la ciencia al público debe cumplir con un papel útil a la sociedad.

Hubo varios interesantes debates sobre la manera en que los periodistas científicos están abordando cuestiones relacionadas con la genética. Se discutieron aspectos como el de qué quieren los científicos y comunicadores de la ciencia que la gente sepa sobre ciencia; qué tiene derecho a saber el ciudadano que con sus impuestos paga el trabajo de los científicos; qué es la cultura científica; por qué divulgarla; cómo averiguar lo que la gente opina sobre la ciencia; cómo respetar el derecho del ciudadano a decidir sobre estas cuestiones aun cuando no sea un experto... Como se ve, detrás de lo que podría parecer una labor simple hay todo un mundo de complejidad. Lo cual sólo hace las cosas más interesantes. Por mi parte, regreso a México con una visión más amplia de lo que puede lograrse al usar los medios para poner al ciudadano en contacto más directo con el científico. Y confirmo que, al hacerlo, vale la pena intentar también pasar un buen rato.

martes, 1 de junio de 2004

Humanizar a los animales

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 1 de junio de 2004

Una de las características más inquietantes de la ciencia es su molesta tendencia a romper mitos y prejuicios. La astronomía nos ha mostrado que nuestro planeta no tiene un lugar especial en el universo; la física, que el sentido común frecuentemente nos engaña, como cuando creíamos que el espacio y el tiempo eran conceptos absolutos; la química, que no hay nada especial en la materia de la que estamos hechos los seres vivos. En el caso de la biología, la tendencia ha sido a mostrar que las fronteras que separan a los seres humanos del resto de los seres vivos son bastante arbitrarias.

Nadie discute hoy en día que los humanos somos animales. “Pero animales racionales”, se apresuran a añadir los recelosos. La realidad es que muchos animales exhiben comportamientos que sólo pueden explicarse por cierto tipo de razonamiento que es, en mayor o menor grado, racional. Incluso, hoy es ampliamente aceptado que muchos animales, principalmente simios pero incluso algunos cetáceos, como las ballenas, comparten información no codificada en sus genes que sólo puede calificarse como “cultural”. Claro que la “cultura animal” es relativamente simple, pero sólo difiere de la humana por una cuestión de grado, sin que haya una diferencia cualitativa entre ambas.

Como consecuencia de esto, hablar de los derechos de los animales es cada vez menos cuestión de compasión o sentimentalismo, y cada vez más asunto de simple justicia. En cierta medida, podría incluso hablarse de los “derechos humanos” de los animales.

El hecho no debería ser muy sorprendente. Después de todo, hasta hace relativamente pocos años se pensaba que los negros eran, si no una especie distinta de ser humano, al menos sí una variedad inferior, y tal argumento se utilizaba para negarles derechos que hoy consideramos fundamentales para toda persona, independientemente de sus características físicas. Hace sólo unos pocos siglos se discutía, también, si las mujeres o los indígenas americanos poseían o no un alma, y si se podía por tanto considerárseles realmente como humanos. El actual debate sobre la total igualdad de derechos para las minorías sexuales es sólo un paso más en el camino de derribar prejuicios sobre las “diferencias” entre personas, diferencias que, además de ser en un buen grado arbitrarias y artificiales, siempre acaban interpretándose como superioridad de algunos grupos sobre otros.

Dos notas recientes en los medios de comunicación muestran el avance en la otra rama del mismo camino, la de los derechos de los animales.

La primera se refiere a la decisión, recientemente tomada por las autoridades del Zoológico de Detroit, de liberar a sus elefantes Winky y Wanda en un santuario animal, debido a la artritis que padecían por su prolongado encierro.

Al parecer, los paquidermos necesitan ser libres para caminar por espacios extensos, y el área limitada de la que disponían en el zoológico (en cualquier zoológico) es insuficiente. Además, las condiciones de su cautiverio, a pesar de ser uno de los zoológicos más avanzados, les causaba otro tipo de alteraciones como estrés y comportamiento agresivo. Esto es debido a que los elefantes son criaturas muy inteligentes y sociables: comparten, según una nota de la agencia Reuters, características tan “humanas” como la amistad o el dolor por sus muertos; el cautiverio prolongado los afecta de manera similar como afectaría a un humano. Por ello, el zoológico de Detroit considera que, por motivos éticos, ningún zoológico debería tener elefantes. Su decisión quizá siente un precedente importante para evitar el sufrimiento y enfermedad a estos animales.

La segunda nota tiene que ver con la investigación científica: el gobierno de la Gran Bretaña, luego de una larga controversia sobre la utilización de animales de laboratorio por parte de empresas farmacéuticas, y de una racha de agresiones violentas por parte de activistas a favor de los derechos de los animales, ha decidido abandonar sus planes de construir en Cambridge un centro de investigación sobre primates (nuestros parientes más cercanos) e invertir en cambio en un nuevo centro que realizará investigación para hallar formas de reducir el número de animales usados en la experimentación y aumentar los estándares del cuidado que se les proporciona a los que se usan actualmente. En particular, se explorarán alternativas como la modelación por computadora, y el uso de voluntarios humanos (en investigaciones que no supongan un riesgo para la salud, claro) o de cultivos de células humanas.

A diferencia de lo que quizá suceda con los elefantes en los zoológicos, es muy poco probable que pueda prescindirse completamente de los animales para fines de investigación. Aunque el uso de animales para probar productos cosméticos puede verse como algo superfluo, la investigación médica es fundamental para salvar vidas humanas, y no toda puede hacerse usando las otras alternativas. En este caso, el bienestar de los humanos tendrá que ponerse por delante. (La posición contraria, por cierto, tampoco es totalmente defendible. Para ser coherentes, tendríamos que volvernos todos vegetarianos, opción que no es viable ni deseable.)

De cualquier modo, y aunque no podamos dejar de usar a los animales para beneficio humano, sí podemos reconocer que tienen derechos y esforzarnos para respetarlos al máximo. En este caso, al contrario de lo que piensan muchos radicales que culpan a la ciencia de deshumanizar a la sociedad, es el conocimiento científico el que nos está mostrando que entre humanos y animales no hay, realmente, diferencias esenciales.

martes, 25 de mayo de 2004

Transexuales, homosexuales, cultura y ciencia

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 25 de mayo de 2004

En su reciente libro La ciencia y el sexo (UNAM, 2004), Ana María Sánchez Mora muestra cómo la ciencia ha sido una de las fuerzas que han permitido a las mujeres luchar por sus derechos. “El arma más poderosa del feminismo es la ciencia”, afirma. Entra así de lleno en los escabrosos terrenos de la discusión sobre natura y cultura.

En efecto, cuando se trata de asuntos relacionados con la naturaleza humana (inteligencia, orientación sexual, propensión a la violencia), basta con sugerir que las ciencias naturales pueden ofrecer una explicación para que se levanten indignadas las voces de sociólogos, psicólogos, filósofos o religiosos, aprestándose a defender al ser humano de lo que perciben como uno más de los ataques de la ciencia reduccionista y deshumanizante.

Desgraciadamente, lo más común es que tales defensores oficiosos estén mal informados. En primer lugar, porque nada está más lejos de la agenda de la ciencia –la buena ciencia, que es necesariamente humanista– que reducir al ser humano a un conjunto de instintos, de células o –peor aún– de átomos. El reduccionismo extremo ha pasado de moda hace mucho (excepto entre algunos físicos que siguen creyendo que la mecánica cuántica puede explicar todo, incluyendo la caída del muro de Berlín y los asesinatos de Ciudad Juárez).

Pero están mal informados también porque, a pesar de todas sus protestas, hoy es ya muy claro que un conjunto importante de conductas humanas es controlado, al menos parcialmente, por mecanismos biológicos que tienen que ver con estructuras cerebrales, hormonas y genes. Lo cual no quiere decir que el ser humano no tenga libre albedrío, sino que éste no surge por milagro, sino a partir de un cerebro y un cuerpo que han evolucionado para sobrevivir en un medio cambiante.

Como siempre, ninguna posición radical puede dar una respuesta completa o satisfactoria; se necesitará una mezcla de factores biológicos y culturales, en proporciones que todavía no conocemos, para entender la conducta humana. Sin embargo, algunos casos aparecidos recientemente en las noticias ponen de relieve, nuevamente, la importancia de los factores biológicos.

El más notorio fue el de David Reimer (Milenio Diario, 18 de mayo), un estadounidense de 38 años que se suicidó el pasado 11 de mayo. Durante toda su infancia, David vivió creyendo que era Brenda, una mujer; su caso sirvió como un polémico experimento para estudiar la influencia de la cultura y de los genes en la identidad sexual de un individuo.

Reimer nació, junto con su hermano gemelo Brian, siendo varón, pero una circuncisión convertida en desastre lo dejó sin pene. Los padres decidieron llevarlo a tratamiento con un experto famoso en ese entonces, el doctor John Money, quien les aseguró que la mejor opción era convertir al bebé en hembra. Para ello se le realizaron operaciones para construirle genitales femeninos, y se le educó como una niña. Money aseguraba que la identidad sexual dependía exclusivamente de la educación, y aprovechó el infortunado accidente para probar sus teorías en condiciones ideales: dos sujetos, uno experimental y otro de control, genéticamente idénticos. Sometió a los gemelos a sesiones de “terapia” que hoy serían consideradas éticamente inadmisibles y que dejaron huellas traumáticas en ambos hermanos.

El resultado fue trágico: Brenda nunca se adaptó a la identidad que se le impuso, y tenía actitudes de tipo lésbico. Cuando creció y averiguó la verdad, se sometió a una nueva operación para convertirse en hombre. A los 23 años se casó con una mujer que tenía tres hijos, aunque se divorciaron a los pocos años. Mientras tanto, en 2002, su hermano Brian se suicidó, aparentemente incapaz de soportar la presión de los medios, pues la historia de David había salido a la luz pública en 2000. El capítulo final del drama es el suicidio de David, probablemente por las mismas razones.

Conclusión: la educación no basta para cambiar lo que dicta la biología, y el triste caso de Reimer ha pasado a formar parte de los libros de texto.

La segunda nota tiene que ver con un reciente triunfo en cuanto a los derechos de los transexuales, personas que deciden cambiar de sexo mediante cirugía y tratamientos hormonales. El Comité Olímpico Internacional decidió que los atletas transexuales podrán competir como mujeres en las Olimpiadas de 2004 siempre y cuando se hayan sometido a cirugía que incluya el retiro de las gónadas masculinas, hayan llevado un tratamiento hormonal por un tiempo suficiente como para no tener ya ventaja sobre las mujeres (los hombres normalmente tienen mayor masa muscular y capacidad pulmonar y cardiaca debido a sus mayores niveles de testosterona) y haber sido reconocidos legalmente como mujeres.

En este caso, y coincidiendo con el planteamiento de Sánchez Mora, la ciencia ha servido para defender una causa y lograr nuevos derechos para un grupo minoritario.

Tomando en cuenta esto, la tercera noticia, la de la aprobación de las bodas gays en el estado norteamericano de Massachusetts, parece ser un ejemplo más del conocimiento científico apoyando los derechos de minorías. Hoy se sabe que la homosexualidad, lejos de ser una perversión o una enfermedad, es sólo otra opción válida. Más allá de si puede explicarse por causas biológicas o culturales, lo importante, en todos estos casos, es respetar los derechos de la persona. Después de todo, las explicaciones científicas quizá puedan ayudarnos a ser más humanos.

martes, 18 de mayo de 2004

Ovnivideoescándalos: la ignorancia militar

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 18 de mayo de 2004

Nada sería más maravilloso que descubrir que no estamos solos en el universo. Lo mejor es que es probable que así sea.

Se estima que existen entre 200 y 400 mil millones de estrellas en nuestra galaxia, la vía láctea. Desde 1995 se han venido descubriendo planetas girando alrededor de otras estrellas. Hoy se conocen más de 100 “planetas extrasolares”, y la lista crece cada año. Es probable que en nuestra galaxia existan planetas similares al nuestro, donde podría haber condiciones favorables para la vida. Por otro lado, como se estima que el número de galaxias en el universo supera los 80 mil millones, la posibilidad de vida (incluso vida inteligente) en el universo no es tan remota.

Otra cosa que hay que tomar en cuenta es la posibilidad de que la vida surja en un planeta con las condiciones adecuadas (temperatura, agua líquida, etc.). Sólo contamos con un caso para estudiar: la tierra, que tiene aproximadamente 4 mil 500 millones de años. Las evidencias más antiguas de vida datan de 3 mil 800 millones de años: al parecer, la vida aparece en cuanto se dan las condiciones necesarias. La bioquímica, la genética y los estudios sobre el origen de la vida están produciendo explicaciones cada vez más detalladas de cómo pudo suceder esto, y cómo podría ocurrir en otros planetas.

¿Por qué entonces tanto escándalo porque la Secretaría de la Defensa Nacional le entregue a Jaime Maussán unos videos que muestran 11 objetos luminosos volando alrededor de un avión que buscaba narcotraficantes? El grave problema es que se haya elegido a Maussán como el “experto” confiable para recibir este material, ignorando a la comunidad científica nacional –de la que, evidentemente, él no forma parte.

Es grave que el responsable de la defensa del país afirme campechanamente que no entregó los videos a científicos “porque no los conocemos”. Convendría que el Conacyt o la Academia Mexicana de Ciencias informaran al general Vega que hay expertos más confiables.

Pero un momento: ¿no será que los científicos, como afirma el propio Maussán, son cerrados y se niegan a aceptar cosas nuevas? ¿No se tratará de un complot para ocultar la información? (Uno se pregunta, ¿se podría ocultar algo así?, ¿de qué serviría?)

Es cierto el avance de la ciencia y la tecnología hace que cosas antes imposibles hoy sean reales y hasta comunes. Pero los viajes interestelares están limitados por lo que nos dice la teoría de la relatividad: aún suponiendo que las naves pudieran viajar a la velocidad de la luz, el viaje tomaría tiempos demasiado largos para ser factibles.

Por otra parte, ¿cómo sabrían los extraterrestres que estamos aquí? Las ondas de radio, que viajan a la velocidad de la luz, comenzaron a emitirse hace sólo 100 años: cuando mucho nos podrían detectar civilizaciones que estuvieran a 100 años luz de la tierra –una distancia relativamente corta: la vía láctea es mil veces más grande. ¿Qué tan probable sería que, en ese radio, exista una civilización avanzada capaz de visitarnos? Es más probable que, si existiera una civilización ahí afuera, pudiéramos detectarla nosotros. Es por eso que los astrónomos han desarrollado proyectos serios de búsqueda de vida extraterrestre usando radiotelescopios para detectar señales procedentes de otras civilizaciones... todavía sin ningún resultado, pero la búsqueda vale la pena.

No es que los astrónomos y demás científicos no “quieran” creer en extraterrestres. Pero aceptar que unos videos de bolas luminosas para los que existen varias explicaciones sencillas (por ejemplo, las descargas eléctricas conocidas como “centellas”) muestran en realidad naves extraterrestres es una hipótesis muy forzada. La buena ciencia sigue el principio de parsimonia: antes de aceptar hipótesis complejas o poco probables, se deben descartar las más sencillas.

Se ha dicho que la entrega de los videos a Maussán buscaba desviar la atención de los medios y la sociedad de los escándalos políticos. Es probable. Lo cierto es que, al mostrar que considera a Maussán un experto confiable, la Secretaría de la Defensa revela gran ignorancia. Diversos grupos escépticos respecto al fenómeno ovni documentan que Maussán ha estado involucrado en varios fraudes en que muestra supuestos videos de platillos voladores o de artefactos extraterrestres que resultan ser falsos (la organización ufowatchdog.com lo tiene en su página de la infamia). Su más famoso fraude fue el de Jonathan Reed, médico quien supuestamente mató a un extraterrestre que halló en un bosque luego de que éste “desintegrara” a su perro. Reed, quien decía tener un brazalete que le permitía transportarse a otra dimensión, apareció con Maussán en el programa Otro Rollo en 2001, pero incumplió su promesa de hacer una demostración del artefacto. Posteriormente se descubrió que Reed no era realmente doctor, que su nombre era John Rutter y que toda la historia había sido inventada. Maussán siguió afirmando que se trataba de un caso real.

La difusión de los videos de la Sedena, lejos de ser un paso importante para el conocimiento, nos deja en ridículo ante la comunidad internacional. Revela nuestra incultura científica; en particular la de nuestros servidores públicos. ¡Qué lástima! (El lector interesado quizá quiera leer el libro del astrónomo mexicano Armando Arellano, ¿Por qué no hay extraterrestres en la Tierra?, Fondo de Cultura Económica 2004).

martes, 11 de mayo de 2004

Bush: ¿enemigo de la ciencia?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 11 de mayo de 2004

Aires de intolerancia recorren el mundo.

En el mundo del arte: en Guadalajara la “intervención urbana” llamada “Patriotas”, de Claudia Rodríguez ((poner aros hula alrededor de estatuas de los niños héroes) fue censurada por la Secretaría de Cultura estatal. En Roma hubo protestas por sectores conservadores ante la obra de Maurizio Cattelan, que mostraba tres maniquíes realistas de niños colgando “ahorcados” de un roble. En educación: el Tec de Monterrey realiza pruebas de alcoholímetro a sus alumnos, para impedir que beban en cantinas cercanas, según reportó Reforma (7 de mayo).

Y lo que más nos interesa aquí: en política científica: el columnista del mismo diario Carlos Elizondo Mayer-Serra, antes de partir para sustituir a Carlos Flores como embajador de México ante la OCDE (donde promete conducirse con legalidad y no comprar colchones de 20 mil pesos), se da el lujo de criticar la propuesta del Congreso de una ley que obligue a invertir el uno por ciento del producto interno bruto en ciencia y tecnología. Erróneamente en mi opinión, Elizondo considera este dinero no como inversión, sino como gasto (aunque tiene razón al decir que el beneficio no es automático, sino que depende cómo se gaste el dinero). A estas alturas, debería estar claro que invertir en ciencia y tecnología es una de las estrategias que, a mediano y largo plazo, claro está, pueden ayudar a sacar al país del subdesarrollo. Con razón Marcelino Cereijido, destacado investigador del cinvestav-ipn, desespera de oír a los gobiernos prometer que invertirán en ciencia “cuando mejore la situación del país”, en vez de darse cuenta que invertir en ciencia es la mejor manera de hacer que tal situación mejore. Conviene leer su librito Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI).

Pero todo lo anterior palidece ante la actitud del presidente George Bush y su gabinete, que en febrero pasado fueron denunciados por la Unión de Científicos Preocupados (Union of Concerned Scientists, UCS) de los Estados Unidos por suprimir y distorsionar hallazgos científicos que van en contra de las políticas de esa administración.

En un reporte publicado en la red (www.ucsusa.org) y firmado por 62 científicos de primera línea, incluyendo a 20 premios Nobel y 19 ganadores de la medalla nacional de ciencia, la UCS acusó a la administración Bush de evitar la difusión de resultados de investigaciones sobre calentamiento global, calidad del aire, salud sexual y otros temas.

La ciencia actual que es una actividad antes que nada social (los tiempos del científico solitario se han ido, si es que alguna vez existieron). Social no sólo porque la investigación se hace en grupos interdisciplinarios y cada vez más grandes (los nombres de los autores del artículo del desciframiento del genoma humano, en febrero del 2001, ocupaban toda una página de la revista Nature). Social también porque el dinero y los recursos humanos y materiales (e incluso las condiciones legales) para poder desarrollar la investigación no dependen sólo de las decisiones de los científicos, sino de la sociedad en su conjunto.

Pero quizá lo más importante de la ciencia como actividad social es que, para que los resultados de una investigación científica sean considerados válidos, tienen que haber sido aprobados por los colegas del investigador, en un proceso conocido como “revisión por pares” (peer review). Como mostrara el historiador Thomas Kuhn, es la aceptación de la comunidad lo que hace que un resultado sea científico. Y es precisamente el hecho de que sean colegas lo que hace que, por ejemplo, los árbitros de los artículos que se envían a las revistas científicas especializadas puedan juzgarlos y criticarlos expertamente, solicitando, en su caso, los cambios (o incluso los nuevos experimentos) requeridos para aceptar el artículo. Un alto número de artículos, claro, son rechazados, y por tanto no pasan a formar parte del corpus del conocimiento científico aceptado.

La administración Bush pretende interferir en el proceso de revisión por pares proponiendo que la Oficina de Administración y Presupuesto (dependiente de la Casa Blanca) haga su propio proceso de evaluación de los resultados de investigación científica. El gobierno ha también presionado a organizaciones científicas para que no acepten artículos provenientes de países como Cuba, Irán y Libia, sometidos a embargo por los Estados Unidos.

Scientific American, quizá la más prestigiada publicación de difusión científica a nivel mundial, publica en su número de mayo un severo editorial en el acusa a la administración Bush de tergiversar los hallazgos de la Academia Nacional de Ciencias sobre el cambio climático y de eliminar de un reporte los datos de la Agencia de Protección Ambiental sobre el mismo tema. También se ha sustituido a científicos miembros de las comisiones asesoras del gobierno por miembros por elementos vinculados con la industria.

Y es que, como afirma el congresista estadounidense Henry Waxman en entrevista en Scientific American, “los beneficiarios de estas distorsiones son en su mayor parte los partidarios políticos de Bush, incluyendo a la Coalición por los Valores Tradicionales (un grupo político apoyado por la iglesia de Washington) y la gente que cabildea a favor de la industria petrolera”.

Hace falta entender cómo funciona la ciencia para poder apreciarla y defenderla. Claro que en México sería imposible que algo así pasara. Para ello, primero tendríamos que tener una ciencia desarrollada. ¡Qué suerte!

martes, 4 de mayo de 2004

¿Medicina genómica o clonación?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 4 de mayo de 2004

La semana pasada la Cámara de Senadores aprobó, y la de Diputados ratificó, la modificación a la Ley de los Institutos Nacionales de Salud, que establece la creación del Instituto Nacional de Medicina Genómica.

El punto clave fue que se eliminó la prohibición, incluida en su artículo 7bis, que impedía “la investigación con células troncales humanas de embriones vivos o aquellas obtenidas por transplante nuclear”. Con esto, los senadores demostraron tener mejor sentido que sus colegas diputados, que habían impuesto originalmente la prohibición. El blanquiazul, por supuesto, se opuso a eliminar las prohibiciones, utilizando argumentos como que “la clonación humana [quizá referían a la clonación reproductiva] y terapéutica son aberraciones científicas”.

La palabra “clonación” proviene de la raíz griega klon, que quiere decir “rama”: clonar es reproducir asexualmente un organismo, produciendo otro que tiene exactamente los mismos genes. Se clona cuando se planta la rama de un rosal para producir uno nuevo. Por clonación se reproducen también muchos organismos como bacterias, hongos y protozoarios. No es, como se ve, nada antinatural.

A partir de la clonación de la oveja Dolly se habla de la posibilidad de clonar humanos. Los grupos conservadores advierten una y otra vez sobre el enorme peligro usar esta “clonación reproductiva” en humanos. Hay quien, ingenuamente, piensa que se podría “clonar a Hitler” (¡o a Jesucristo!). En teoría, aunque hasta el momento no es posible clonar a un ser humano, es probable que pronto lo sea. Pero duplicar el cuerpo no es duplicar la mente, y así como dos gemelos idénticos (clones uno del otro) no tienen la misma personalidad, clonar a una persona produciría sólo otro individuo único. La “dignidad humana”, entonces, no se ve amenazada por la clonación reproductiva (siempre que se reconozcan los plenos derechos humanos del clon). Pero en el Instituto de Medicina Genómica nadie habla de clonar humanos.

La llamada “clonación terapéutica”, en cambio, consiste en clonar no un individuo completo, sino células que pueden luego utilizarse en investigación y, algún día, en terapias para combatir enfermedades como diabetes, hipertensión, mal de Parkinson o de Alzheimer, e incluso cáncer. El potencial médico es inmenso. El Instituto de Medicina Genómica podría llegar utilizar esta técnica, aunque por el momento no figura en sus planes.

La confusión surge al hablar de las células troncales o “células madre” (su nombre más correcto es “células precursoras”). Tienen la extraordinaria capacidad de diferenciarse (especializarse) para dar origen a cualquiera de los cientos de tipos de células que forman el cuerpo humano. Si pudiéramos controlarlas, podríamos reparar tejidos u órganos.

Una fuente ideal de células precursoras son los óvulos fecundados (casi no puede hablarse de “embriones”) en sus primeras etapas de desarrollo. Y aquí se alzan las voces escandalizadas de los defensores de la “dignidad humana”. En la cámara de senadores se usaron frases como “la defensa del misterio sagrado de la vida humana” y se habló del “asesinato de embriones humanos”.

Pero, ¿es realmente equivalente un embrión a un ser humano? ¿Tiene el embrión alguna “esencia” que lo haga humano? Sólo si creemos en un alma espiritual. Biológicamente, contiene sólo genes, y no creo que los defensores de la dignidad humana quieran reducir la esencia de lo humano a unos genes.

En la revista Newsweek, Lee M. Silver menciona recientemente cómo los cristianos fundamentalistas (como el presidente Bush) piensan que “los embriones humanos (aún cuando son agrupamientos celulares) son regalos de Dios, a los que les fue infundida un alma al momento de la concepción”. Este tipo de creencias, dice Silver, ha frenado o detenido la investigación con células precursoras en Estados Unidos, que pierde su liderazgo en estas áreas, mientras que los países asiáticos, “que no polemizan la biotecnología” siguen desarrollándolas. Afortunadamente, añado, pues no sería ético detener el desarrollo de terapias que podrían salvar tantas vidas humanas adultas.

No hay una “esencia” de lo humano. El ser humano no comienza a existir en un momento determinado: se construye a lo largo de un proceso que puede detenerse o fallar en cualquier etapa. Un alto porcentaje (se estima en 66 por ciento) de los óvulos que han sido fecundados no logra implantarse en el útero y muere (microabortos naturales), muchas veces debido a anormalidades.

En todo caso, la condición humana depende no de los genes, que también comparten todas las células del cuerpo (nadie defendería la “dignidad humana” de un riñón extirpado) y nuestros primos animales, sino de la capacidad de presentar conciencia, la cual es imposible si el desarrollo del sistema nervioso, el cual tarda varias semanas en formarse. De modo que, desde el punto de vista biológico, un embrión, sobre todo en sus primeros días de desarrollo, no es todavía un ser humano. El uso de células precursoras embrionarias no debería presentar por tanto mayores problemas éticos.

La clonación terapéutica no pretende “experimentar con embriones”, ni clonar seres humanos. Y la investigación con células precursoras busca remedio a enfermedades que graves. Esto, lejos de vulnerar la dignidad humana, ayudará a preservar vidas, estas sí, humanas. Ojalá el Instituto de Medicina Genómica llegue a hacer aportaciones importantes en estos campos.

martes, 27 de abril de 2004

Partenogénesis: ¿adiós a los machos?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 27 de abril de 2004

La noticia parecía sacada de la fantasía de una feminista radical: “No se necesitan machos: nace ratón de un óvulo sin fertilizar”, rezaba el escandaloso encabezado del boletín de la agencia Reuters. Milenio Diario fue más cauteloso y, basándose en información de France Press, tituló modestamente su nota: “Crean ratón con los genes de dos hembras”.

¿De qué se trata? Científicos japoneses de la Universidad de Agricultura de Tokio, dirigidos por el doctor Tomohiro Kono, lograron producir un mamífero (en este caso, un ratón) a partir solamente de células femeninas, sin intervención de material genético masculino. La ratoncita (no podía sino ser hembra, teniendo sólo hembras como progenitoras) fue bautizada “Kaguya”, por una leyenda japonesa acerca de una niña hallada en un tallo de bambú (las fotos de Kaguya la muestran dentro de un tallo de esta planta, un bonito detalle de mercadotecnia científica).

Kono y sus ocho colegas titularon el artículo en que reportaron su logro, en la revista Nature (22 de abril), “Nacimiento de un ratón partenogenético que puede desarrollarse hasta la edad adulta”. Y es aquí donde comienza la confusión.

Según el diccionario, “partenogénesis” significa “modo de reproducción de algunos animales y plantas, que consiste en la formación de un nuevo ser por división reiterada de células sexuales femeninas que no se han unido previamente con gametos masculinos” (por contraste, en la reproducción usual, llamada bisexual, el nuevo ser se forma por la división reiterada de una célula –el cigoto– que es resultado de la unión de un óvulo y un espermatozoide). Etimológicamente, la palabra “partenogénesis” deriva del griego parthenos, “virgen”, y el latín genesis, “nacimiento”. Por ello la partenogénesis, común en algunas plantas así como ciertos insectos e incluso en reptiles y aves, como el pavo, pero nunca en mamíferos, es también llamada “nacimiento virgen”.

En las abejas, por ejemplo, las hembras –reinas y obreras– son producto de la unión de óvulos y espermatozoides, mientras que los machos –zánganos– derivan partenogenéticamente de óvulos que comienzan a dividirse sin ser fecundados. No falta el biólogo ingenioso que quiere proponer la hipótesis de que el nacimiento de Jesús fue un rarísimo caso de partenogénesis humana...

Pero lo que Kono y sus colaboradores hicieron no fue provocar que un óvulo no fecundado comenzara a dividirse hasta formar a Kaguya. Por el contrario, lo que hicieron fue lograr que dos óvulos sin fecundar se unieran –como lo hacen normalmente un óvulo y un espermatozoide– y dieran origen a un nuevo organismo.

El problema con la partenogénesis en mamíferos, al parecer, es un proceso llamado en inglés imprinting (¿impronta, estampado?). Como usted recordará de sus clases de secundaria, cada célula de un ser humano contiene dos juegos de cromosomas idénticos; uno proviene del padre y otro de la madre (con excepción de el llamado “par sexual”: las mujeres tienen dos cromosomas sexuales idénticos, llamados X, pero los hombres tenemos un cromosoma X y otro, mucho más pequeño y pobre, llamado Y).

Cuando el óvulo comienza a desarrollarse para formar un feto, y posteriormente un ser humano, uno de los dos juegos de cromosomas debe ser “silenciado”, para evitar confusiones. Esto se logra precisamente mediante el proceso de “imprinting” (en realidad es un poco más complicado, pues se “silencian” ciertos genes en el juego de cromosomas de maternos y otros en el juego paterno, pero no nos compliquemos). Cuando esto no sucede, el feto no se desarrolla normalmente.

Los genes que controlan el proceso de “imprinting” vienen en el espermatozoide: se piensa que es esto lo que impide la partenogénesis en mamíferos, lo cual parece comprobarse con el experimento de Kono.

Lo que hicieron fue alterar dos genes (llamados Igf2 y H19) de uno de los óvulos, para lograr que se comportara como una especie de imitación de espermatozoide. Al parecer, su estrategia tuvo éxito. Pero llamar “partenogénesis” a este complicado proceso (tuvieron que realizar 457 intentos para tener éxito) es inexacto.

Llamarlo así podría dar lugar a dos malentendidos. El primero, y más importante, es pensar que inmediatamente se puede producir hembras humanas –o de otras especies de mamíferos– por simple partenogénesis, sin la intervención de machos. Aunque hasta el momento Kaguya, de 14 meses de edad y que incluso ha tenido bebés, no muestra anormalidades, es pronto para saber si los animales producidos de esta manera son realmente normales y saludables. Además, la bajísima eficiencia –menor que la de la clonación por transferencia de núcleos, usada para producir a la oveja Dolly– impide considerar siquiera su utilización en humanos, aún dejando de lado la necesidad de manipular genéticamente a los óvulos, que hoy se considera en general éticamente inaceptable.

El otro malentendido, que decepcionará a más de una extremista, es pensar que este procedimiento podría llegar a lograr el sueño de las amazonas: una sociedad en que los machos fueran obsoletos. De hecho, como propone Kono, es posible que el fenómeno de “imprinting” “haya evolucionado en los machos para asegurar que la reproducción no pueda ocurrir sin su aportación genética”. Al parecer, hay razones evolutivas que hacen útil la existencia de machos. ¡Menos mal!, suspira este columnista.

martes, 20 de abril de 2004

Promoción de la ciencia: ¿para qué?

por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 20 de abril de 2004

El pasado fin de semana, para felicidad mía y por motivos de trabajo, conocí la ciudad de Aguascalientes. Mi visita coincidió con el inicio de la famosísima Feria Nacional de San Marcos, lo que me dio la oportunidad de conocer una de las celebraciones tradicionales más importantes del país.

Recorrer las calles llenas de gente alegre, disfrutar de la música de las múltiples “tamboras” que alegraban el ambiente, comer los diversos antojitos, ver el casino (no aposté) y el palenque donde se celebran las tradicionales peleas de gallos... Todo fue una experiencia de esas que uno no olvida.

Usted, querido lector o lectora, podría preguntarse qué tiene esto que ver con la ciencia. La respuesta es doble.

En un nivel, la ciencia está presente en la Feria de San Marcos en forma de un puesto (me rehúso a decir “stand”) instalado por el Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Aguascalientes (Concytea). En él se mostraban los diversos programas del consejo, entre los que destacan los que buscan apoyar el desarrollo de la industria estatal y vincularla con la investigación científica y tecnológica. De hecho, un espectáculo muy llamativo de la feria es una exhibición de robots presentada por la empresa Nissan, que tiene una fábrica de automóviles en las afueras de la ciudad. El Concytea busca, mediante diversas acciones, fomentar que las industrias nacionales puedan también llegar a presumir de sus propios desarrollos tecnológicos.

Y es que uno de los graves problemas que enfrenta nuestro país es la escasa participación de la industria privada en actividades de investigación que generen nuevo conocimiento (o nueva tecnología). Normalmente las empresas se conforman con importar lo que necesitan, con lo que la dependencia tecnocientífica de nuestro país sigue manteniéndose siendo una tradición. Pero, a diferencia de la Feria de San Marcos, es una tradición que convendría abandonar.

El Concytea se preocupa también por organizar múltiples actividades que buscan promover la apreciación y comprensión pública de la ciencia y la tecnología entre los habitantes del estado. Cuenta con conferencias semanales de ciencia que se presentan los viernes y sábados en diversos lugares de la ciudad y con los “vagones de la ciencia” (Aguascalientes es una ciudad eminentemente rielera”, dice una frase turística), en los que los niños pueden realizar experimentos y talleres que despiertan en ellos la curiosidad y, se espera, el gusto por la ciencia y la tecnología. Aguascalientes tiene también un excelente museo interactivo de ciencia, llamado Descubre, en el que los visitantes pueden acercarse a estos temas mediante juegos y aparatos.

Pero aparte de este esfuerzo, hay otra relación entre la ciencia y la Feria de San Marcos. Uno podría cuestionar, aparte de la algarabía, el alcohol y la celebración, ¿qué objeto tiene realizar una feria de esas dimensiones? ¿Para qué sirve la Feria de San Marcos (y tantas otras tradiciones de nuestro país, como la Guelaguetza oaxaqueña, la celebración del 15 de septiembre, la del 5 de mayo en Puebla...)?

Hay una respuesta cínica, que no me interesa aquí: sirve para ganar dinero. Sin duda, la feria es un gran negocio. Pero esa no es toda la respuesta; ni siquiera la parte más importante. Antes que ganar dinero –o gastarlo–, el público que asiste a la feria va para compartir una experiencia común que es parte de sus vidas. La gente se aglomera en los alrededores del famoso Jardín de San Marcos no sólo para beber o para que le quiebren en la cabeza huevos llenos de confeti, sino también para continuar una tradición, para divertirse, para sentirse parte de una comunidad.

Pues bien: las actividades de promoción de la ciencia que realiza el Concytea, pero que también se realizan a todo lo ancho y largo del país mediante museos y centros de ciencia, ciclos de conferencias, talleres de ciencia, semanas de la ciencia, programas de radio, planetarios, publicación de libros y revistas, páginas web y cualquier otro medio son comparables a la Feria de San Marcos.

No cumplen un objetivo inmediato, que pueda medirse en cifras exactas. Y sin embargo, en el país se gasta un presupuesto respetable –aunque muchos lo consideramos lastimosamente insuficiente– en promover en la población el acercamiento y el gusto por la ciencia y la tecnología. Se han construido museos en muchos estados de la república, los programas de divulgación científica se han multiplicado... y todo esto, ¿para qué sirve?

Hay quien dice que mediante estas actividades lograremos formar futuros científicos que generarán nuevo conocimiento y que eso ayudará a hacer que nuestro país salga del subdesarrollo y se convierta en una nación de primer mundo. Y quizá sea cierto, aunque si es así el efecto será a largo plazo y relativamente modesto.

Pero estoy convencido de que la verdadera razón que justifica las actividades de promoción y divulgación de la ciencia y la tecnología es otra: al igual que sucede con tradiciones como la Feria de San Marcos (o con todo tipo de actividades culturales), lo que se busca es lograr que la ciencia se vuelva parte de nuestra cultura, otra más de nuestras tradiciones. Sólo que en este caso es una que, aparte, puede darnos otros muchos beneficios.

martes, 13 de abril de 2004

Lo natural y lo artificial

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 13 de abril de 2004

La semana pasada hablábamos de lo tramposo que resulta definir como “natural” a un tipo de familia que es resultado de una construcción comunitaria en respuesta a ciertas necesidades sociales. Cuando la situación cambia, es natural que la definición de familia cambie -como efectivamente está sucediendo en las sociedades actuales. Hoy hay que aceptar, so pena de ser injustamente excluyente, que familias distintas a la tradicional merecen el mismo respeto y los mismos derechos que las que durante tanto tiempo (pero no desde siempre) fueron las más comunes y funcionales.

Reconocer el carácter cambiante de las cosas es un ejemplo de pensamiento evolutivo. Así como cambian las especies, cambian también las construcciones sociales: los lenguajes, las leyes, las culturas, las artes, las ciencias, las concepciones éticas... y las familias.

Pensar de otro modo implica creer en la existencia de “esencias” inmutables, que han existido siempre y nunca cambiarán. Este esencialismo es el tipo de pensamiento que conduce a la intolerancia y el fundamentalismo. Y sin embargo, es también una forma muy espontánea de pensar. Se requiere de cierto refinamiento, producto de la (claro) evolución del pensamiento, para acceder a una visión más profunda, naturalista y no sobrenatural, en la que puede aceptarse que las esencias no son componentes esenciales del mundo.

De hecho, la única forma en que podrían aparecer “esencias” inmutables es mediante la magia: la aparición súbita, en un solo paso, de algo. La manera natural en que pueden aparecer las cosas, en cambio (sobre todo cosas complejas como una especie, una tradición o una sociedad) es mediante un proceso paulatino, de muchos pasos, en que se va construyendo poco a poco y cambiando constantemente. Un proceso evolutivo, pues.

El pensamiento esencialista, mágico, se opone al pensamiento evolucionista, naturalista, que no acepta razones sobrenaturales para explicar las cosas. Se trata de una lucha de ideas, de formas de ver el mundo.

Otras manifestaciones de la oposición entre visiones esencialistas y naturalistas es, por ejemplo, el rechazo a la química. O más bien, a “lo químico”. “No comas eso, contiene puras sustancias químicas”, puede aconsejarle a uno algún amigo afecto a lo “natural”. Al hacerlo, muestra ignorancia respecto a la naturaleza química de toda la material. No puede haber nada que podamos comer o beber que no esté hecho de sustancias químicas. “Hasta el agua pura es pura química”, me gusta repetir siempre que oigo frases así.

Si todo lo material es químico, si incluso nosotros mismos estamos hechos de sustancias químicas –y sólo de sustancias químicas, a menos que se crea en espíritus-, ¿cuál es la diferencia entre lo “natural” y benéfico, como los vegetales cultivados “orgánicamente”, y un producto industrializado y, supuestamente, maligno? No su naturaleza química, como hemos visto... ¿será entonces su origen “natural”, por contraste con lo “artificial” del producto industrial?

Nuevamente hay aquí una idea esencialista: de algún modo, lo natural tiene un “algo” del que carecen los productos de la acción humana (o bien, el elemento humano introduce algún componente nocivo del que carece lo natural). Y sin embargo, ¿es el hombre –y por tanto sus productos- algo ajeno a la naturaleza? El hombre es producto de un proceso natural de evolución, y su avanzado cerebro, su mente y las estrategias que usa son herramientas que han facilitado su supervivencia (la propia ciencia, vista desde este punto de vista, es un producto natural de la evolución biológica). ¿Son “artificiales” las presas que construyen los castores, los panales de las abejas o los hormigueros? ¿Qué decir de las ramas que algunos simios usan para “cazar” insectos?

Por otro lado, abundan los productos totalmente naturales que contienen sustancias tóxicas: la mayoría de las plantas las producen para protegerse de sus depredadores. Es sólo que, como nuestros cuerpos están adaptados a estas sustancias, casi nunca se hacen estudios para detectarlas, ni se difunden sus resultados: no son noticia.

La noción misma de “sustancia tóxica” es una simplificación engañosa: para toda sustancia existe una dosis que resulta tóxica para un organismo: no existen sustancias tóxicas, sólo dosis tóxicas (“la dosis hace el veneno”, dice una frase popular).

De modo que ni la distinción entre natural y artificial ni entre sustancias tóxicas o inocuas son absolutas y objetivas: lejos de ser características esenciales de las cosas, se trata de propiedades que dependen del contexto en que se estén estudiando.

El rechazo a los alimentos modificados genéticamente tiene bases semejantes: no se los rechaza porque se haya comprobado que sean dañinos, sino porque se piensa que hay una “esencia” que ha sido vulnerada. En el fondo, cualquier organismo transgénico se percibe como “malo”, antinatural y por necesidad, tóxico.

La pregunta importante es la siguiente. Al rechazar a estilos distintos de familia, a lo químico o a los organismos transgénicos, ¿estamos realmente rechazando algo dañino, que puede perjudicar a los ciudadanos, a la sociedad o al ambiente? ¿O estamos simplemente actuando conforme a prejuicios que suponen que, al cambiar lo que hasta entonces era usual, se está destruyendo alguna “esencia” que debe permanecer inalterada? El pensamiento científico  (que es sinónimo de pensamiento racional) aconseja considerar cuidadosamente estas cuestiones antes de tomar partido.

martes, 6 de abril de 2004

La familia: ¿natural o sobrenatural?

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 6 de abril de 2004

Ahora resulta que sólo hay una familia “natural”: la formada por el papá, la mamá -siempre y cuando estén unidos en matrimonio- y los hijos. Al menos, tal es una de las conclusiones del Tercer Congreso Mundial de Familias, llevado a cabo del 29 al 31 de marzo en la ciudad de México.

La definición causa extrañeza: ¿qué pasa con los otros tipos posibles -y cada vez más comunes- de familia? Las hay formadas por una pareja (de sexos opuestos o del mismo sexo) que no tienen o no desean tener hijos; las formadas por una madre -o padre- solteros que tienen hijos; e incluso parejas homosexuales que sí tienen hijos (caso poco común, pero existente). ¿Habrá que definirlas como familias “antinaturales”?

La pregunta puede parecer malintencionada -de hecho, Enrique Gómez Serrano, vocero del congreso, aclara que los participantes “son muy respetuosos a todas las manifestaciones de familia que existen, pero están interesados en promover el ideal”.

En realidad, y a pesar de este ligero barniz de tolerancia, la ideología del congreso es abiertamente conservadora y discriminatoria. Entre sus conclusiones, informa Notimex, los asistentes piden a las autoridades de sus respectivos países y al secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, pronunciarse contra la iniciativa que considera un derecho humano la libertad de las personas para decidir su orientación sexual, y calificaron esa propuesta como "contraria a la naturaleza humana y a las instituciones básicas de la sociedad: la familia y el matrimonio". Nuevamente el viejo argumento -jamás fundamentado- de que la diversidad sexual ataca directamente a la familia.

Otra de las conclusiones del congreso afirma que “la familia es una institución de derecho natural y constituye la célula básica de la sociedad”, y que “el matrimonio, basado en la naturaleza humana, constituye la célula básica de la familia, y es el único medio moral o ético de formarla”, y “debe estar constituido por la unión de un varón y una mujer”.

Desgraciadamente, desde un punto de vista riguroso tales afirmaciones no tienen sustento. La expresión “derecho natural”, por ejemplo, carece de sentido (a menos que se crea en algo así como una “ley divina” que rige la naturaleza). Y sostener que la familia es la “célula básica de la sociedad” parece suponer que todo lo que se necesita para que una sociedad exista es un conjunto de familias. ¿Qué sucede entonces con solteros, viudos y divorciados? ¿Y con gobiernos, leyes, economía, política, educación, trabajo, medios de comunicación, de transporte y un largo etcétera? Al parecer son componentes irrelevantes de una sociedad.

Por otra parte, afirmar que el matrimonio es “la célula básica de la familia” simplemente es absurdo, pues ninguna familia está formada por un conjunto de matrimonios unidos para formar un todo (a menos que las ideas de los participantes en este congreso sean tan “progresistas” que rebasan con mucho las anticuadas concepciones de este columnista).

La definición de matrimonio como exclusivamente heterosexual, junto con otras conclusiones del congreso como la de que “la vida y el respeto a la dignidad humana... deben ser respetados desde la concepción” muestran que de lo que se trata es de defender una visión tradicional, conservadora, de estos temas. Una visión basada en creencias religiosas. Se trata pues, de un congreso con una tendencia ideológica -y política- muy clara. Y dista mucho de lo que afirma Gómez Serrano: “esto se ofrece como una verdad (sic) para el servicio del hombre y no se trata de imponer ningún modelo”.

La situación ha llevado a organizaciones que defienden la pluralidad sexual y los derechos de las mujeres, como Católicas por el derecho a Decidir, el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) y otras, a pedir “respeto a la laicidad del estado y no imponer mediante políticas públicas el modelo de la familia tradicional”. Cabe destacar que en el congreso participaron la primera dama Martha Sahagún de Fox, Ana Teresa Aranda, directora del DIF, Josefina Vázquez Mota, secretaria de Desarrollo Social, y el secretario del Trabajo, Carlos Abascal

Y en efecto, el término, “familia tradicional” es más adecuado que el de “natural”. Porque, a diferencia de lo que parecen pensar los participantes en el congreso, la familia de padre que trabaja y madre que maneja el hogar y cuida a los hijos, lejos de ser una entidad “natural” es una construcción social. Es cierto, el cuidado de los hijos por las mujeres y la obtención de alimento por los hombres tiene cierto fundamento biológico, pero la especie humana (no “el hombre”, como repite una y otra vez el vocero del congreso) ha trascendido con mucho su naturaleza. De otro modo, habría que rechazar como antinaturales el fuego, la agricultura, los estados, las religiones, el arte y la ciencia.

El espacio se agota, pero conviene, al discutir cuestiones como éstas, distinguir claramente entre ideología y datos firmes, y entre religión y pensamiento laico y científico. No hay que olvidar que, cuando se trata de derechos humanos y del bienestar social, es preciso recurrir a las fuentes de conocimiento más confiables. ¿O usted recurriría a creencias religiosas para enfrentar, digamos, una epidemia? Regresaremos a estos temas.

martes, 30 de marzo de 2004

El ovni marciano

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 30 de marzo de 2004

La semana pasada una noticia apareció en todas las secciones de ciencia: “Detecta la NASA objeto en el cielo de Marte”, decía, por ejemplo, el encabezado de Milenio. La BBC de Londres, un poco menos recatada, había declarado “Un ovni surca el cielo marciano”, mientras que la fuente original de la noticia, el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA tituló su nota “Es un pájaro, es un avión, es una... ¿nave espacial?”.

La fotografía en cuestión fue tomada por el robot explorador Spirit cuando observaba el cielo marciano utilizando su cámara panorámica. Se puede observar el perfil del horizonte marciano, la atmósfera levemente iluminada y ¡sorpresa!, una línea horizontal blancuzca en el cielo.

Definitivamente, un ovni. Pero antes de saltar a conclusiones apresuradas, recordemos el significado de esta sigla: Objeto Volador No Identificado. En otras palabras, decir que es un ovni sólo significa que no sabemos (todavía) de qué se trata, no que se haya comprobado es una nave espacial extraterrestre.

De hecho, los astrónomos han aventurado ya dos explicaciones: o es un meteorito, de los que caen frecuentemente en cualquier planeta, o es una antigua nave espacial cuyos restos todavía estén orbitando alrededor de Marte. La tercera opción, que sea una nave extraterrestre, se debe dejar provisionalmente de lado, como veremos en un momento.

En el primer caso, se trataría de la primera foto de un meteorito cayendo en otro planeta. En el segundo, podría tratarse de una de las siete naves abandonadas alrededor del planeta rojo, aunque, debido a su trayectoria, quedan descartadas seis de ellas: las misiones rusas Marte 2, Marte 3, Marte 5 y Fobos 2, así como las naves estadounidenses Mariner 8 y Viking 1. Queda sólo Viking 2, “cuya órbita polar se ajusta a la trayectoria norte-sur del destello”, dice el comunicado de la NASA.

Pero mientras no se tenga una respuesta definitiva, los creyentes en el “fenómeno ovni” se están seguramente deleitando con la noticia. De hecho, no han hecho tanto ruido como uno esperaría, aunque Jaime Maussán, en su página “ovnis.tv” ya presenta la fotografía, junto con otras fotos tomadas por los exploradores marcianos: una especie de arandela o rondana semienterrada en el suelo, descubierta también por Spirit, y un objeto extraño y pequeño, de unos cinco centímetros, que parece reposar sobre el suelo y quizá moverse con el viento, y que por su aspecto irregular ha recibido el nombre de “conejo” (bunny). Al parecer, la NASA no ofrece explicaciones (todavía) respecto a la “arandela”, pero se piensa que el “conejo” pueda ser un fragmento de la bolsa protectora en que aterrizó el explorador.

El pensamiento científico normalmente adopta, casi automáticamente, una postura escéptica ante este tipo de especulaciones, pero uno no puede dejar de preguntarse, ¿y si fuera verdad que hay extraterrestres?

Al respecto, déjeme platicarle, querido lector, una anécdota relatada por un amigo: estaba en el consultorio de su doctor cuando, a través de la ventana, observaron un objeto brillante en el cielo, que no parecía un avión. “Es un ovni”, dijo el médico. “En efecto, es un ovni, al menos para nosotros, pero no creo que sea una nave extraterrestre”, dijo mi amigo; “puede ser un globo meteorológico o un satélite artificial”.

El doctor no dio su brazo a torcer, y acusó a mi amigo de ser dogmático al negar la posibilidad de que se tratara de una nave construida por una civilización más avanzada que la nuestra. Mi amigo ofreció entonces el siguiente razonamiento: “Tomando en cuenta todo lo que sabemos acerca de la vastedad del universo, de las enormes distancias que separan a planetas y estrellas, y el hecho de que, hasta ahora no tengamos ninguna prueba de la existencia de otras civilizaciones en el universo; tomando en cuenta esto, y además todo lo que sabemos acerca de la gran cantidad de satélites artificiales que giran en órbitas alrededor de la tierra, de los globos y otros artefactos que surcan el cielo... tomando todo esto en cuenta, ¿qué crees tú que sea más probable? ¿Que se trate de una nave extraterrestre o de un artefacto creado por el ser humano?”

No se trata de un argumento decisivo, ni mucho menos de una prueba. Se trata sólo de sentido común. En ciencia aparece a veces en forma de la conocida regla llamada “la navaja de Occam”, en honor de su creador (o al menos su más conocido popularizador), el monje inglés Guillermo de Occam, quien vivió a finales del siglo XIII y principios del XIV. La regla afirma que hay que evitar multiplicar innecesariamente las entidades que usemos para explicar un fenómeno.

Otro nombre de esta filosa navaja es “principio de parsimonia”. Antes de pensar en explicaciones complicadas y sorprendentes, hay primero que desechar las más simples y mundanas. Puede sonar aburrido, sobre todo si lo que quiere uno es vender muchos periódicos. Pero es un principio metodológico que les ha funcionado a los científicos.

En todo caso, si no se encuentra una explicación sencilla, habrá que aceptar la posibilidad de que efectivamente se trate de algo nunca antes visto. Pero francamente, y a pesar de lo mucho que me gustaría saber que existen civilizaciones en otros planetas, yo no apostaría mucho dinero a su presencia en el cielo marciano.

martes, 23 de marzo de 2004

El día que nos salvamos del asteroide

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

Seguramente usted lo vio en las noticias: el pasado jueves 18, nuestro planeta se “salvó” de chocar contra un peligroso asteroide que por poquito nos pega. Deberíamos celebrarlo, ¿no? Podríamos decir que “volvimos a nacer”, como cuando alguien se libra de morir en algún accidente.

Pero claro, estoy exagerando... aunque hubo medios informativos que hicieron exactamente lo mismo, anunciando que el asteroide estuvo “a punto de chocar” con la tierra. E incluso los medios que no exageraron repitieron, uno tras otro, la nota difundida por las agencias noticiosas: “Un asteroide de 30 metros pasa cerca de la tierra”. ¿Es realmente importante esta noticia?

El asteroide en cuestión se llama 2004HF, pasó a 43 mil kilómetros de la tierra (mucho más cerca que la luna, que en promedio está a 384 mil kilómetros) y medía 32 metros. Puede no parecer muy grande, a menos que se tome en cuenta la velocidad con la que chocaría con nuestro planeta. 2004HF pasó volando a unos 8 kilómetros por segundo, o casi 29 mil kilómetros por hora (según informa un excelente reportaje de Arturo Barba en Reforma, 19 de marzo). Incluso después de haber sido frenada y desgastada por la fricción con nuestra atmósfera, una masa de ese tamaño habría tenido consecuencias. Aunque no sería nada comparado con aquel asteroide que, se supone, acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años, y que supuestamente medía unos 20 kilómetros de diámetro (aunque esa teoría está siendo cuestionada justo en este momento).

Pero para actuar como científicos, conviene no especular en el vacío y recurrir a datos precisos. Julia Espresate, astrónoma de la UNAM, entrevistada por Barba, nos da un punto de comparación: “el cráter de Arizona, de 1.5 kilómetros de diámetro, fue producido por un objeto de 10 metros, pero al entrar a la atmósfera debió ser más grande”, afirma.

Los astrónomos son muy conscientes del daño que un choque de asteroide podría causar. Hay ejemplos: hace casi 100 años, en 1908, uno estalló en la atmósfera sobre la región de Tunguska, Siberia. La onda de choque derribó todos los árboles en unos 200 kilómetros a la redonda (excepto los que estaban directamente debajo, que permanecieron, sorprendente pero no inexplicablemente, en pie).

Existen estimaciones del daño que puede causar un asteroide. Objetos de menos de 10 metros de diámetro y sólo unos kilos de peso simplemente se desintegran al ingresar a la atmósfera, dejando una estela brillante: las famosas estrellas fugaces. (Incluso hay “lluvias de estrellas” que se presentan cada año en fechas conocidas, cuando la órbita de la tierra cruza zonas del espacio donde hay meteoritos o sus fragmentos. Un ejemplo son las “leónidas”, que se presentan en noviembre. Es bonito pedir un deseo cuando se tiene la oportunidad de ver una estrella fugaz, aunque uno no crea en eso...)

Si un asteroide mide entre 10 y 100 metros y choca a unos 20 kilómetros por segundo, ocasionaría una explosión equivalente a 100 mil toneladas de TNT o 50 bombas atómicas como la de Hiroshima, informa Barba. Uno de mil metros tendría un millón de veces su poder explosivo, y podría destruir países enteros. Y uno de entre 1 y 5 kilómetros de diámetro podría afectar a todo el planeta, provocando un “invierno nuclear” (el oscurecimiento de la atmósfera por el polvo y cenizas levantados por la explosión), además de ondas sísmicas y marejadas. Todo ello podría provocar extinciones masivas.

El panorama suena terrible y nos hace pensar en la necesidad de llamar urgentemente a Bruce Willis... Y sin embargo, otro astrónomo, Steven Chesley, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, informa que si 2004HF se hubiera encontrado con la tierra, se habría desintegrado en la atmósfera. “Su onda de choque habría sido suficientemente fuerte como para romper ventanas”, comenta.

Y es que los datos pueden usarse de muchas maneras. Para los medios noticiosos resulta tentador presentar un panorama de posible desastre. La historia completa es, por desgracia para ellos (y por suerte para la humanidad) mucho menos emocionante.

En realidad, asteroides como 2004HF pasan cerca de nosotros aproximadamente una vez cada dos años. Sólo que no nos damos cuenta. “Este acercamiento en particular (el de 2004HF) es especial sólo en el sentido de que los astrónomos saben de él”, informan Chesley y Paul Chodas, descubridor del asteroide, en un comunicado del Programa de Objetos Cercanos a la Tierra de la NASA, creado para vigilar a los asteroides de más de un kilómetro de diámetro que se aproximen a nuestro planeta.

¿Significa esto que no debemos preocuparnos? Al menos no tanto... Se estima que la posibilidad de que ocurra un choque con un objeto como 2004HF es baja: quizá una vez cada 100 mil años. La probabilidad disminuye al aumentar el tamaño del asteroide (aunque llega a suceder, diría un dinosaurio). Debido a eso, los astrónomos del mundo están pugnando por la creación de un sistema de protección global que pueda desviar o destruir los asteroides antes de que choquen con la tierra. Se trata, desde luego, de un proyecto a largo plazo.

Quizá la moraleja es que, aunque no se puede prevenir lo desconocido, y no hay razón para entrar en pánico, resulta razonable tratar de prevenir un choque con algún asteroide, ahora que podemos saber cuando uno se acerca. Quizá sí haya trabajo para Bruce Willis, después de todo.

martes, 16 de marzo de 2004

Catástrofes

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

A Rolando, el utópico, el que queremos

Iba a comenzar esta nota diciendo que la situación de la ciencia en México es catastrófica. Pero luego sucedió la verdadera catástrofe, en Madrid, y de pronto las cosas se ven con otra perspectiva. No queda más que solidarizarse, sumarse a la exigencia de castigo para los culpables y de justicia para las víctimas, y reconocer, una vez más, que en pleno siglo XXI seguimos, como dijera algún comentarista, viviendo una especie de edad media.

Pero volvamos a la ciencia.

El 10 de marzo Milenio publicó una nota (“Dimiten miles de científicos franceses”) en la que se narra cómo, en un acto de protesta por las políticas gubernamentales que recortan dinero al sector científico. “Más de dos mil directores de laboratorios y responsables de equipos científicos franceses anunciaron su dimisión administrativa”, decía el texto, y explicaba que la protesta nació al anunciarse el bloqueo de 20 millones de euros que eran necesarios para mantener 500 contratos temporales de jóvenes investigadores.

En otras palabras, la comunidad científica francesa se une y da la lucha para conseguir apoyo de su gobierno, ante lo que percibe como una actitud equivocada. Al parecer, los científicos que dimitieron “seguirán investigando, pero bloquearán toda labor administrativa y todo contacto con las instituciones oficiales”. Han recibido amplio apoyo en forma de manifestaciones en París y otras ciudades como Estrasburgo y Nantes, con más de mil trabajadores del sector en cada una.

La comunidad científica francesa no se ha mostrado satisfecha con la oferta que, como respuesta al conflicto, ha hecho el primer ministro Jean-Pierre Raffarin, de aumentar en tres mil millones de euros la inversión en investigación entre 2005 y 2007. La percibe como “una promesa electoral de escaso valor”.

Y esto en un país que invierte actualmente el 1% de su producto interno bruto (PIB) en investigación (es el cuarto en inversión, después de Japón, Estados Unidos y Alemania). Supuestamente, Francia aumentaría progresivamente el gasto del 1% actual al 2.6% del PIB en 2006, para llegar al 3% en 2010.

Y no es que los científicos franceses sean muy ambiciosos: es que están convencidos de que la inversión en ciencia y tecnología es la mejor forma de asegurar el futuro de su país, económica y socialmente, y no permitirán que las prioridades políticas pongan en peligro ese futuro.

En doloroso contraste, en nuestro país el gasto en ciencia y tecnología no alcanza siquiera el 0.5% del PIB, que es lo que recomendara la UNESCO para 1980 (la recomendación de alcanzar un 1% para el año 2000 es simplemente utópica), según afirma en entrevista (El Financiero, 10 de marzo) Feliciano Sánchez Sinencio, nuevo director del Centro Latinoamericano de Física, en Río de Janeiro, y ex-director del Centro de Investigación y Estudios Avanzados del IPN.

Sánchez Sinencio se lamenta del bajo apoyo que la ciencia –pese a las continuas promesas de los gobernantes en turno– recibe en México. Según las recomendaciones de la UNESCO, tendría que haber el doble de los 10 mil científicos que actualmente tenemos. ¿Cómo lograr esto si los presupuestos disminuyen, las plazas se congelan y los proyectos se cancelan?

“Al contrario de lo que se piensa”, dice Sinencio, “es un momento en que necesitamos más gente y centros de investigación. La situación es preocupante porque no conseguimos consolidar el camino. Sin embargo, no debemos parar. Es momento de proponer proyectos”.

Sin embargo, y ante esta situación, la comunidad científica mexicana no protesta ni sale a la calle a manifestarse. Ni esperanzas de que asumiera la actitud beligerante de sus colegas franceses (y tampoco de que, en caso de hacerlo, se les  hiciera caso). ¿Qué hacer?

Quizá parte de la solución está en lo que propone Sinencio: “aumentar el nivel de concientización en la importancia que tienen ciencia y tecnología para alcanzar lo más rápidamente posible el desarrollo”, sugiere. Ante el “extendido analfabetismo científico y tecnológico”, él propone que “nuestros niños deberían explicar, por lo mínimo, cómo funciona un radio, el televisor, un refrigerador, conocer los nombres de los árboles, identificar a los pájaros”. Esto nos permitiría acercarnos a los brasileños, cuyo desarrollo en ciencia y tecnología va muy por delante del nuestro: “ellos tienen, por ejemplo, fábricas de aviones”, dice Sinencio. “Eso no se consigue si no se entiende, primero, cómo funciona un avión y cómo se construye. Pelean por mercados”. ¿Algún día será posible eso para México?

En su necesario libro Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997) otro destacado investigador del CINVESTAV, Marcelino Cereijido, explica cómo el atraso científico de Latinoamérica es consecuencia de toda una cultura, una visión del mundo, en la que en vez de buscar soluciones nos conformamos con esperar respuestas. Se queja del peligro de caer, en una época en que la ciencia es vista más como amenaza que como fuente de soluciones para problemas apremiantes, en un “oscurantismo democrático”, en el que la opinión de una mayoría poco ilustrada científicamente (Sánchez Sinencio usa el término “poco alfabetizada”) pueda bloquear el avance de la ciencia y la técnica.

¿Será que el oscurantismo ya está aquí, no sólo en el terrorismo que ensombreció a Europa, sino en la apatía y falta de apoyo para la cultura (incluyendo, por supuesto, la cultura científica) en nuestros países? Esperemos que no.

martes, 9 de marzo de 2004

Exorcismos

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 9 de marzo de 2004

Hace unos días apareció una noticia intrigante: “Crean en Querétaro ministerio de exorcistas”, rezaba el encabezado. Todavía hoy hay amigos que no me acaban de creer que sea cierto.

En pocas palabras, la nota, publicada en El Financiero (1º de marzo) explicaba que la Diócesis de Querétaro tomó la decisión de instalar en la ciudad de Querétaro el ministerio debido a que, en palabras del obispo Mario de Gasperín, “ha aumentado el número de personas que presentan fenómenos relacionados con alguna influencia del demonio”. El ministerio también servirá para intentar “resolver los problemas de las personas que sufren de algún maleficio”.

¿Qué tiene que hacer en una columna dedicada a la ciencia un comentario sobre este curioso suceso?, podría usted preguntar. La observación es justa: después de todo, hay que “dar a dios lo que es de dios”, etcétera. Todo mundo tiene derecho a sus creencias y, como veremos más adelante, también los científicos parten de creencias para justificar su labor.

Lo que me interesa destacar en este caso son, precisamente, las diferencias entre el pensamiento religioso y el científico. Como queda claro, las autoridades de la iglesia católica realmente creen que existen personas que están “poseídas” o influenciadas por entidades sobrenaturales (¿demonios?). También creen que, mediante un ritual practicado de manera correcta por personal calificado, tales entidades pueden ser forzadas a abandonar el cuerpo de la víctima.

No es tan descabellado: después de todo, se parece mucho a lo que uno hace cuando su computadora es “infectada” por un “virus” informático: llamar a un experto que realiza una especie de ritual, con el resultado de que la “víctima” queda libre de la entidad malévola que la poseía.

Pero hay una diferencia: poseemos pruebas objetivas de que los virus informáticos existen: podemos verlos (analizar las líneas de código que los constituyen), podemos controlarlos e incluso podemos fabricarlos (que es, en primer lugar, la causa de todo el problema). En cambio, nadie ha podido probar de modo satisfactorio, hasta ahora, la existencia de espíritus.

De modo que la iglesia cree en espíritus malignos. También en benignos, desde luego. Esto no tiene nada de sorprendente, aun en pleno siglo XXI. La creencia en un dios (o varios) implica aceptar que existen seres sobrenaturales que pueden influir, en mayor o menor medida, en los eventos del mundo que nos rodea, e incluso son la razón de nuestra existencia y de la de todo el universo.

Veamos, en contraste, los fundamentos de la visión científica del mundo. Parte también, aunque es algo que normalmente no se dice, de algunas creencias que se aceptan por fe. Una es la de que el mundo existe realmente, y no es un producto de nuestra imaginación (en un mundo tipo Matrix la ciencia no tiene mucho sentido). Otra es la de que en él existen regularidades que podemos descubrir: el universo no se comporta caprichosamente. Pero la más importante es, quizá, la que el científico y filósofo francés Jaques Monod, uno de los padres de la biología molecular, llamó en su libro El azar y la necesidad el “principio de objetividad”: la creencia, “por siempre indemostrable”, de que no existe un propósito en el universo.

Dicho de otro modo, la ciencia tiene, ante todo, una visión naturalista del mundo, en la que no hay lugar para seres sobrenaturales. ¿Por qué? Porque no busca sólo justificar las cosas, sino entenderlas. Decir que algo es como es porque dios así lo quiso no explica nada; sólo nos da una respuesta de tipo mágico que se puede creer o no, pero no entender.

De modo que, en conclusión, la noticia de que la iglesia católica vaya a establecer un ministerio de exorcismos en Querétaro, en pleno año 2004, no es extraordinario, aunque sí llama la atención. Muestra la supervivencia de antiguas creencias en lo sobrenatural. Entre las diversas e importantes funciones que puede cumplir la religión –cohesión social, guía, consuelo para afligidos, y tantas otras–, quizá la de realizar exorcismos sea de las que menos utilidad pueden tener hoy en día.

Lo importante es recordar que la iglesia, y todas las religiones, se basan en un pensamiento mágico, en la creencia en entidades y fenómenos sobrenaturales, que van más allá de las explicaciones que nos pueden dar las ciencias naturales. Hoy, en tiempos en que la iglesia, por boca del papa Juan Pablo II, está pidiendo tener una mayor participación en los medios de comunicación nacionales y, más importante, en la enseñanza escolar, hay que reflexionar qué tan pertinente puede ser el pensamiento mágico para buscar soluciones a los diversos problemas prácticos que enfrentan continuamente nuestras sociedades –hambre, pobreza, injusticia, enfermedades– o, por el contrario, aplicar el pensamiento naturalista que caracteriza a la ciencia. Creo que la efectividad de cada método ha quedado ampliamente demostrada a lo largo de la historia (por otro lado, y afortunadamente, nuestro artículo 3º constitucional exige que la educación pública sea laica y se base “en los resultados del progreso científico”).

Aún así, sospecho que los exorcistas calificados que egresen del nuevo seminario no carecerán de trabajo, tomando en cuenta los demonios que últimamente andan sueltos en nuestro país. Lo cual es resultado, quién lo fuera a decir, de minúsculas cámaras que, ocultas en la ropa, permiten grabar videos para chamaquear a políticos desprevenidos. ¡Ironías de la tecnología!

martes, 2 de marzo de 2004

¿Vale la pena Marte?

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 2 de marzo de 2004

Hace unas semanas, ante el anuncio del presidente George Bush de que la exploración y eventual viaje a Marte formaban parte de los planes de desarrollo espacial estadounidense, circuló en internet una ingeniosa fotografía en que varios “marcianos” protestaban, sobre un típico paisaje del planeta rojo, contra la invasión gringa, con carteles de “Yanqui go home”.

Más allá de bromas, el tema de si es conveniente viajar a Marte y si, una vez logrado esto, conviene establecer allá comunidades, es delicada. Y aún más la cuestión de quién tiene derecho a hacerlo: finalmente, quizá lo que está en juego es quién sería el “dueño” de Marte.

Pero hay varios puntos que hay que considerar antes de lanzarse a la calle a protestar por el expansionismo imperial de nuestros vecinos. En primer lugar, están las limitaciones tecnológicas; en segundo, las ventajas que tal proyecto podría traer, y finalmente, el contexto en el que se están haciendo afirmaciones como las de Bush.

Para viajar a Marte habría que resolver problemas como el de transportar en forma segura a una tripulación humana. Después de todo, se trata de un viaje largo, y los problemas que los astronautas enfrentarían van desde la posibilidad de una falla técnica hasta el desarrollo de situaciones emocionales complicadas, producidas por el largo encierro dentro de una nave necesariamente pequeña.

Una vez en su destino, la tripulación tendría que garantizar su subsistencia. El hallazgo de agua en Marte es el dato que ha permitido que un viaje humano a ese planeta se vuelva digno de discusión: el establecimiento de una base en ausencia del líquido vital es imposible, y el costo de transportar agua sería prohibitivo. Además, a partir del agua se puede obtener oxígeno, que no es especialmente abundante en Marte.

Quizá el mejor ejemplo al pensar en la exploración de Marte es la llamada “conquista” de la luna. Iniciada en los años sesenta, esta importante empresa quedó reducida una serie de viajes que sirvieron para explorar brevemente nuestro satélite. Nunca se llegó a establecer una base lunar, debido en parte a la falta de agua y de una atmósfera –con las que sí cuenta Marte–, además del altísimo costo de cada viaje. Frente a esta experiencia, ¿qué tan realista será pensar en colonizar Marte?

Por otro lado, los viajes a la luna requirieron del desarrollo de una tecnología avanzada que derivó en una serie de beneficios para la sociedad. Nuevos aparatos electrónicos, fibras textiles, materiales, alimentos, compuestos químicos (como las famosas sustancias que atrapan el agua en los pañales) y diversas tecnologías que hoy son de uso común fueron desarrolladas originalmente como parte del programa espacial. El envío de una o varias misiones a Marte motivaría igualmente avances tecnológicos que, tarde o temprano, elevarán la calidad de vida del ciudadano medio.

Otro punto a considerar desde un punto de vista económico es la pertinencia de viajar a Marte. José Saramago, entre otros, ha declarado que considera “inmoral” gastar dinero en un proyecto de esa envergadura cuando hay hambre y guerra en este planeta. Aunque desde cierto punto de vista no le falta razón, su visión ignora la importancia del avance tecnocientífico para la sociedad. No sólo por la “derrama” tecnológica que estos proyectos invariablemente producen, como hemos mencionado. También porque hay otros problemas humanos. Hambre y guerra son importantes, pero también la supervivencia humana. Este planeta tiene un límite, y es inevitable que nuestra especie busque otros espacios para continuar su expansión. Esta visión, defendida por los escritores de ciencia ficción de la “era dorada”, como Isaac Asimov, quizá hoy suene romántica, pero no es descabellada. Pensemos en el aumento de la población, la disminución de los recursos, el deterioro de la capa de ozono, la contaminación... ¿no sería útil contar con un segundo planeta en que pudiera continuarse el desarrollo con menos limitaciones, liberando así a la tierra de una demanda excesiva?

Pero, finalmente, quizá todo este alboroto quizá sea prematuro. Después de todo, la idea de un simple viaje tripulado a Marte es todavía un sueño (aunque ya no tan lejano, luego de las recientes misiones robóticas). En realidad, la versión más probable es que se trate de un recurso de Bush para ganar votantes y reelegirse (lo cual, de suceder, sería un precio demasiado alto que pagar, incluso a cambio de la conquista de Marte).

Pero no cerremos esta nota con tono pesimista. Al final de su famosa (y hermosísima) novela Las crónicas marcianas (lectura a la cual siempre conviene regresar), escrita en los años cuarenta del siglo pasado, cuando la conquista del espacio todavía era un sueño imbuido de espíritu progresista y romántico, Ray Bradbury describe lo que siente una familia recién mudada a ese planeta de superficies rojizas y polvorientas. Quizá un día, más allá de intereses políticos y económicos y de limitaciones tecnológicas, la escena se vuelva realidad: “Siempre quise ver un marciano, dijo Michael. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste. Ahí están, dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal. Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció. Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”